La guerra que llevamos dentro

2022. Se fue la pandemia viral y llegó la guerra. Parecen dos cosas muy distintas pero veremos que no. Ambas son parte de nuestra naturaleza humana.

Un soldado ucraniano sostiene un sistema de misiles Javelin en una posición en la línea del frente en la región norte de Kiev el 13 de marzo de 2022 (REUTERS Un soldado ucraniano sostiene un sistema de misiles Javelin en una posición en la línea del frente en la región norte de Kiev el 13 de marzo de 2022 (REUTERS
20 Marzo 2022

La matanza dentro de la misma especie es un evento muy raro en la Naturaleza ya que favorece la extinción de la especie. Hay circunstancias en que lo machos pelean por una hembra: eso genera que los más fuertes tengan mayor descendencia. No obstante, la guerra en la forma que la llevan a cabo los humanos es algo único.

Frans de Waal, primatólogo holandés, postulaba que éramos una mezcla de nuestros primos monos evolutivamente más cercanos. Por un lado el pendenciero chimpancé y por otro el pacífico bonobo. Con ambos compartimos más del 98% de nuestro ADN.

Tanto estos primates como los humanos nacen con un cerebro inmaduro que necesita inexorablemente el contacto con sus congéneres para desarrollarse plenamente.

Los bonobos tienen una sociedad donde las hembras sostienen una posición hegemónica y se arreglan los conflictos internos teniendo sexo. Por el contrario, en los chimpancés se han observado varios casos de conflictos violentos entre clanes rivales. Hay grupos separatistas que toman territorios y se enfrentan a otros de forma violenta, asesinan con premeditación y violencia inusitada. Los machos de altos rangos crean conflictos territoriales que defienden con la vida de los integrantes del grupo de pertenencia que los acompaña.

Ciertas similitudes con los humanos no son coincidencia. Los chimpancés y los bonobos crean lazos sociales con los que conviven, cooperan y se defienden. Llevamos los mismos genes. Como diría De Waal, no descendemos de los monos, somos monos.

Medio millón de años

La Erisfilia está compuesta por una emoción compleja e irracional –Eris, la diosa griega de la discordia, quien lanzando con furia la manzana dorada de la discordia provocó la épica guerra de Troya–, y es definida como la emoción que nos motiva a formar grupos de pertenencia (nosotros) y rivalizar con aquellos que no pertenecen (los otros) para luego generar conflictos. Desde lo cognitivo podríamos plantear a la Erisfilia como un esquema innato o sea un modelo de cómo vemos nuestro mundo con el que nacemos y luego la cultura lo moldea.

Se han encontrado puntas de lanza de piedra que se unían a la madera fabricadas hace 500.000 años.

El desarrollo de armas de proyectil, hace 71.000 años, nos dio una herramienta revolucionaria, digna de temer por quienes no la poseían. Aunque el principal uso de las armas era la caza y la defensa frente al ataque de animales feroces, también se utilizaban en las luchas entre tribus.

La combinación del comportamiento prosocial y armas de proyectil nos convirtió en un depredador imparable, lo que nos permitió salir de África y conquistar la totalidad del planeta.

Tendencia histórica

Las guerras como las conocemos en la actualidad empezaron hace 10.000 años cuando el hombre comenzó a cultivar la tierra, dejó de ser nómade y se dispuso a tener un territorio que defender o conquistar. Tanto la erisfilia como la necesidad de seguir a un líder tirano y déspota lo vemos en todas las sociedades del planeta a lo largo de la historia.

Por muchos cientos de años especies humanas que nos antecedieron, como el Homo erectus, necesitaban de la caza de animales a fin de obtener la energía, proteínas y grasas para un cerebro en pleno crecimiento. El éxito estaba dado por el accionar en conjunto donde había asignación de roles, líderes que se destacaban por sus mayores habilidades y carisma como por objetivos que cumplir. Había que llevar comida al grupo donde aguardaban las mujeres y los niños. Similitudes de este esquema con los deportes grupales no son coincidencia, en esta época no necesitamos cazar para comer pero canalizamos esas motivaciones practicando o viendo deportes, buscando un objetivo grupal y compitiendo con otros equipos por los recursos como lo haría un viejo cazador.

La necesidad de comer carnes fue un mal necesario. Aún hoy nuestro cuerpo no está totalmente adaptado a comer grandes cantidades de carne pero ha sido inexorable incorporarla a nuestras dietas para lograr que nuestro cerebro triplique su volumen en poco más de dos millones y medio de años. Para cazar necesitamos cierta inteligencia, y también agresividad. No podíamos cazar las grandes presas en solitario -como lo haría un león cuya biología fue preparada durante millones de años para tal fin- sino en grupos coordinados, de ahí la importancia de ser parte de un círculo de pertenencia. Desarrollamos emociones sociales, buscamos líderes carismáticos aunque sean déspotas. Cuando obtuvimos la tecnología necesaria para la domesticación de los animales y la práctica de la agricultura desarrollamos guerras para canalizar las motivaciones atávicas.

La guerra, a pesar de lo bestial, nos aleja por un momento de la constante distracción y nos promueve a centrarnos en valores más importantes. Estimula la necesidad que lleva a generar nuevos desarrollos e innovar.

Recordemos que la década de oro de los psicofármacos fue la de los años 50, terminada la Segunda Guerra Mundial (la mayoría de los psicofármacos que usamos hoy se desarrollaron en aquella época). De la última gran guerra nos quedaron también los antibióticos, que se produjeron en masa para asistir a los soldados que morían con mayor frecuencia debido a las infecciones contraídas en el campo de batalla.

Mundo nuclear

El otro gran desarrollo fue la energía nuclear, pues a pesar de la enorme cantidad de vidas que se perdieron por las bombas arrojadas en Japón, hasta la fecha salvó más vidas de las que segó. Desde luego, no es lo deseable –como sucedió con la pandemia– que tengamos que llegar a una situación extrema para entender la importancia de invertir en ciencias.

Paradójicamente, en la era nuclear la energía es un factor limitante y estratégico. En el actual conflicto en Ucrania está presente por la dependencia de combustibles que los países europeos tienen con Rusia. El desarrollo de tecnologías alternativas no ha sido suficiente. La gran promesa es la fusión nuclear, en la que dos elementos pequeños se concentran para formar un elemento mayor liberando energía. Dada la enorme cantidad de calor es difícil mantenerlo estable en un reactor. Es como tener encerrado a un sol. Si logramos la tecnología para realizarlo tendríamos energía ilimitada y pura.

Este hecho, como muchos otros, nos indica que los recursos tecnológicos son cada vez más importantes que los naturales.

Radiación

Aún no se ha desarrollado un fármaco que proteja el ADN de la radiación, que es lo que produce mutaciones que llevan a diversos trastornos incluyendo el cáncer.

La guerra nos ha alertado una vez más que la capacidad nuclear de algunos países es suficiente para destruir la vida en la Tierra. Con suerte quedarían cucarachas, que están más protegidas que nosotros, o formas simples de vida como bacterias.

La sociedad ha evolucionado y frente a un hecho de locura bélica se une mayoritariamente para condenarlo.

Como aconteció con la pandemia, el impacto en la sociedad es muy difícil de calcular. Los muertos o heridos en forma directa son una parte del daño. El daño colateral es muy superior y puede extenderse por décadas.

La humanidad modificó la percepción de la muerte. La historia de la humanidad ha sido testigo de las cuantiosas y frecuentes plagas infecciosas que ha transitado poniendo en riesgo su subsistencia. Una pandemia como el Covid hubiera pasado desapercibida un siglo atrás. En el presente, nos acostumbramos a no morir siendo jóvenes ni masivamente por enfermedades infecciosas; con la guerra sucede algo similar, es inusitado que la población joven y sana muera a causa de ella.

La psiquis en la guerra

Una de las peores secuelas de la guerra está dada por el daño psíquico que produce. El aumento de la ansiedad entendida como miedo a eventos futuros es inexorable. Esto es lógico cursando el periodo del conflicto pero en la mayoría de las personas, especialmente los niños, los síntomas se hacen crónicos y permanecen terminada la amenaza. Dentro de los trastornos que origina están las fobias, Trastorno de ansiedad generalizada, depresión y especialmente el Trastorno de Estrés PosTraumatico (TEPT). Los síntomas pueden incluir reviviscencias, pesadillas y angustia grave, así como pensamientos incontrolables sobre la situación traumática. La psicoterapia ayuda, no obstante en la mayoría de los casos el problema persiste. Tampoco hay fármacos altamente eficaces, pues solo controlan algunos de los síntomas, ni existen drogas preventivas.

Como ocurrió con la pandemia, la guerra dejará un tendal de personas con trastornos psicológicos de todo tipo que eternizan el sufrimiento.

Las necesidades producto de estos eventos extraordinarios ponen de manifiesto la importancia de buscar soluciones científicas. Sin embargo, a diferencia de la pandemia o eventos climáticos, en la guerra somos los humanos los que generamos el problema.

Nuestra especie ha sido bautizada “Homo Sapiens sapiens”, o sea dos veces sabios. En la guerra no parecemos mostrar nuestra sabiduría.

Si estudiamos nuestra historia, la figura de nuestros próceres, a los cuales enaltecemos, o reflexionamos sobre la letra de nuestros himnos en los que se suele honrar la sangre derramada o estimularnos a luchar estoica y patrióticamente, quizá sería más coherente bautizarnos como Homo Belicus, el hombre belicoso (no tan sapiens).

Curiosamente esta guerra se libra en la zona aledaña a las fértiles tierras alrededor del mar Negro. Los habitantes de estas áreas hace 8.000 años desarrollaron un cerebro capaz de reflexionar sobre nosotros mismos, inventar la rueda, la escritura, la contabilidad, la agricultura y ganadería, las primeras civilizaciones. Todos los gobernantes que están mayormente involucrados tienen sus orígenes en estos pueblos indoeuropeos.

Cuesta entender, considerando el enorme impacto que tiene la conducta humana belicista, cómo no sabemos cuáles son los circuitos cerebrales involucrados. Cómo puede ser que una persona normalmente pacífica se convierta en un monstruo que mata, viola o tortura a su eventual enemigo solo por pertenecer al grupo de los “otros”.

La única forma de detener las guerras es controlar la erisfilia. Entiendo que es imperioso antes de que alguien toque el tan temido “botón rojo” y volvamos, con suerte, a luchar cuerpo a cuerpo, con palos.

© LA GACETA

Daniel Pozzi – Doctor en Ciencias

biológicas y Neuropsiquiatría.

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