La historia de un chaleco vacío

En 1982, tras la guerra entre Argentina y Gran Bretaña por las Islas Malvinas, el ejército inglés ordenó al oficial Geoffrey Cardozo que identificara a los soldados argentinos fallecidos en ese territorio y diseñara un cementerio para albergarlos. Encontró un lugar en el istmo de Darwin. Recogió cadáveres insepultos, exhumó los sepultados, revisó uniformes buscando documentos, carnets, placas identificatorias: los rastros de la identidad esquiva. Logró reunir 230 cuerpos pero 122 de ellos –restos mudos, sin placas ni documentación– quedaron sin identificar. Los trasladó, a todos, al cementerio. Los envolvió en tres bolsas y, en la última, escribió con tinta indeleble el nombre del sitio donde habían sido encontrados. En las cruces de quienes no tenían nombre hizo grabar una leyenda: ‘Soldado argentino solo conocido por Dios’. Elaboró un informe minucioso y lo remitió a su gobierno que, a su vez, lo remitió a la Cruz Roja que, a su vez, lo remitió al gobierno argentino. El cementerio se inauguró el 19 de febrero de 1983. Luego, Cardozo volvió a Inglaterra. No regresó a las islas pero jamás dejó de pensar en ellas”.

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Así comienza el relato de la periodista y escritora Leila Guerriero en su libro “La otra guerra”. Allí narra en detalle la historia de Andrés Aníbal Folch. Él y Manuel Alberto Zelarayán fuero los últimos soldados tucumanos caídos en combate. En un diálogo extenso con las hermanas de Folch -Carmen, Ana y Raquel-, Guerriero pudo reconstruir la huella del combatiente y traerlo nuevamente a la vida a través del recuerdo. “Pobre mi hermano, que no mataba a un pajarito -le confiesa Raquel-. Flaquito, era. Talle de pantalón tenía 38”.

La vida de la familia Folch no fue fácil. A los 13 años Ana migró a Buenos Aires desde Tucumán, cansada de que en el ingenio azucarero donde trabajaban les pagaran con vales. “Ana llora en seco un berrido sin lágrimas cuando recuerda al otro hermano que murió de leucemia, y al que murió al caerse de una escalera, y a la vida que, alguna vez, fue una vida en la que estaban todos”, escribe Leila sobre la familia que tuvo que superar varias adversidades. Hasta que, juntando plata entre todos, pudieron comprar un terreno donde construyeron una vivienda.

Esa armonía familiar se desmoronó cuando en 1981 a Andrés le tocó el servicio militar obligatorio. En marzo de 1982 pensaba que le iban a dar la baja. Había prometido pasar la Pascua con los suyos. “Lo esperamos, pero no vino. Entonces, Ana y el marido fueron a ver qué pasaba. Y había sido que ya se lo habían llevado para Malvinas”, revela Raquel. “No nos pudimos ni despedir”, completa Ana.

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La familia Folch supo del fin de la guerra por televisión, y del regreso de los soldados porque se corrió la voz. “Dijeron que volvía ese regimiento. Así que la llamé a Ana y le dije: ya están acá”, recuerda Raquel. “Fuimos con mi marido, mis hijos, mi papá, mi mamá -agrega Ana-. Íbamos haciendo planes para hacer un asado. Llegamos. Empezamos a preguntar por mi hermano. Gritábamos: ‘¡Folch, Folch!’ Pero no nos decían nada. Hasta que se acercó un mayor y dijo: ‘no lo busque. Él murió en Malvinas’”. “Él siempre venía en el colectivo 190 y bajaba en la esquina -afirma Raquel–. Por años esperé verlo bajar. Se los llevaron, los dejaron allá tirados, y como si no hubiese pasado nada”.

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Los vecinos hicieron gestiones para que la calle donde vive la familia llevara el nombre del caído, y a la familia le pareció bien. En 2003, un soldado que había buscado a las hermanas durante décadas las encontró y, por él, supieron que Andrés había fallecido el 14 de junio en un bombardeo. Ese año, Ana llegó a Malvinas en uno de los viajes organizados por el empresario Eduardo Eurnekian, escribió el nombre de Andrés en una piedra y la dejó sobre una lápida cualquiera. Más tarde recibieron el llamado para preguntarles si querían hacer el ADN y reconocer así los restos de su hermano. Al principio se negaron porque sospechaban que era una estrategia para traer los cuerpos al continente, un rumor que circulaba fuertemente entre los familiares de los caídos y que constituye la trama del libro. “Unos años después vi en la tele al señor que explicaba cómo habían hecho el trabajo, que mostraba cómo los habían puesto en las tumbas, y les dije a ellas: ‘esto es algo serio, tenemos que dar la muestra’. Así que fuimos”, cuenta Carmen. Finalmente, el cuerpo de su hermano fue reconocido y hoy posee una cruz blanca con su nombre en Darwin.

Una carpeta con poemas, fotos y cartas que envió Andrés desde las islas a sus hermanas es todo lo que queda. O casi: también les quedó un chaleco que usaba, de una marca de moda en aquel momento y que ya no existe. Pero hoy es solamente un chaleco vacío.

Un silencio aplastante

“Si hay un libro sobre esto, es porque el Equipo Argentino de Antropología Forense me permitió y ayudó a escribirlo”, dice a LA GACETA Leila Guerriero, quien se interesó apenas supo del trabajo que estaban realizando para reconocer los cuerpos de los soldados enterrados en Malvinas. “Me llamaba mucho la atención que la comisión de familiares se opusiera a que los cuerpos fueran reconocidos, preguntaba sobre eso con mucha cautela. A medida que empecé a trabajar en la investigación entendí los mitos que se habían deslizado dentro de la Comisión de Familiares y las informaciones cruzadas. Nunca perdí de vista que todos eran víctimas de lo sucedido: la ausencia del Estado, la falta de notificación, de contención. Son víctimas de un silencio aplastante que hay sobre la guerra”, reflexiona la autora.

La periodista analiza también lo que sucede a nivel nacional con Malvinas: “lo que queda en evidencia es que nunca terminamos de hablar de este tema a fondo, excepto cuando hay aniversarios. Todos fuimos golpeados por la guerra, pero los ex combatientes y los familiares tuvieron un impacto directo y no creo que haya en torno de ellos una conversación pública instalada. De hecho, buena parte de la sorpresa que recibí trabajando en el libro fue la cantidad de malentendidos, tramas ocultas y manipulaciones en relación a Malvinas”.

Guerriero recuerda su encuentro con las hermanas Folch. “Fueron extremadamente generosas al hablar del tema conmigo, aunque percibí que ya estaban agotadas de la situación -sostiene-. Y hay algo especial también de esa entrevista. Cuando trabajo en este tipo de crónicas los encuentros son muy largos y luego solo queda un texto editado, que debe ir de acuerdo a la lógica narrativa del texto general. Pero recuerdo el lugar donde nos reunimos, la casa de ellas que estaba impregnada de tristeza por esta situación. Hablaban de su hermano como si hubiese partido ayer a la guerra. Eso fue muy potente para mí”.

A la cronista le quedó grabada una anécdota, asociada para siempre con su libro. “La casa de la familia quedaba lejos y fui con un taxista amigo -describe-. Era un día muy lluvioso y frío y él debía esperarme, por lo que les pedí a las hermanas que, si no les molestaba, él iba a estar presente. A su vez, hablé con él para que no interfiriera en lo más mínimo en la entrevista. Durante la charla, observé que él se movía incómodo y se tocaba la cara. Cuando salimos, al finalizar, me dijo: ‘le tengo que agradecer muchísimo porque nunca en la vida entendí lo que había sido la guerra de Malvinas, hasta que escuché a estas personas’. Me lo dijo conmovido, sollozando, estaba visiblemente emocionado y conversó conmigo la hora y media de vuelta a casa. Él estaba destrozado. En mi recuerdo, no puedo disociar la historia de las hermanas Folch, la saga familiar, con ese comentario y el impacto de la unión de esos dos mundos: un ciudadano común que entró en contacto con una de las historias de la guerra”.

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