Esa historia que sólo cuenta lo que le conviene

ILUSTRACIÓN DE LA BATALLA DE HUAQUI, PUBLICADA POR CORREO DEL SUR (SUCRE, BOLIVIA) ILUSTRACIÓN DE LA BATALLA DE HUAQUI, PUBLICADA POR CORREO DEL SUR (SUCRE, BOLIVIA)

Nos enseñan en algún punto del trayecto escolar que, tras derrotar a los “realistas” en Tucumán, Manuel Belgrano puso proa al norte y volvió a vencerlos cinco meses más tarde en Salta. Su muy querido amigo Pío Tristán -tal como se trataban en el epistolario- hincó la rodilla y Belgrano le dio un abrazo cien por ciento americano. A fin de cuentas, como explican las nuevas corrientes historiográficas, las batallas por la independencia fueron guerras civiles. Criollos contra criollos defendiendo distintas causas; mientras que los españoles estaban ocupados, primero con Napoleón y después con las pésimas decisiones que tomaba Fernando VII. Demasiado como para mantener el foco sobre sus colonias. A nadie puede sorprender que terminaran perdiéndolas y tan rápido. A la vuelta de los años, Tristán -la antigua espada al servicio de España, que hasta llegó a virrey interino- sería presidente de un Perú libre y soberano. A esa altura (1838) Belgrano llevaba 18 años en la sepultura, allí donde lo habían depositado, pobre y casi sin honores. De ninguna manera podrá decirse que Tristán rió mejor, por más rico e influyente que haya llegado al final, pero de que rió al último no quedan dudas.

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Nos enseñan en el trayecto escolar que el 24 de septiembre de 1812 las apuestas no favorecían a los defensores de la plaza tucumana y que la orden emanada en Buenos Aires conminaba a Belgrano a retroceder hasta Córdoba. Había que estar en la piel del (futuro) prócer, poco afortunado en su primera campaña militar. Imposible que Belgrano no haya sopesado su experiencia de 1810, cuando la Junta lo mandó a Paraguay a consolidar aquella revolución cuya chispa se había encendido en mayo. Allí fue Belgrano, con fuerzas tan entusiastas como insuficientes, y así perdió en Tacuarí el 9 de marzo de 1811. Y mirando las tropas que lo rodeaban en Tucumán, ¿cómo no iban a asaltarlo las dudas?

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Nos enseñan en el trayecto escolar que Belgrano comandaba el Ejército del Norte (costumbre reafirmada, tal vez, de tanto transitar por la avenida. Se llamaba en realidad Ejército Auxiliar del Perú). El antecedente inmediato, más allá de la renovación del cuadro de oficiales y suboficiales, y de los reclutas sumados a sus filas, no invitaba a confiar ciegamente en él. Es que Belgrano conocía en detalle lo sucedido el año anterior en Huaqui. Así como la Junta había enviado a Belgrano a “exportar” la revolución al Paraguay, lo propio había hecho con Juan José Castelli en el Alto Perú. Y si a Belgrano le había ido mal en Tacuarí, lo de Castelli y Antonio González Balcarce en Huaqui, el 20 de junio de 1811, trepaba a la categoría de desastre. En un libro extraordinario (“Anatomía del pánico”), el historiador Alejandro Rabinovich explica que nada puede resultar más letal para un ejército en combate que caer en el caos y ser ganado por el miedo. Esa fue la proporción del desbande en Huaqui, del que Rabinovich da fe con pelos y señales. A esa tropa batida, desmoralizada y en retroceso debía apelar Belgrano para atajar la marcha “realista”. Y con el fresco antecedente de la determinación que había tomado en Jujuy semanas antes de la batalla, cuando movilizó a la población y sólo le dejó tierra arrasada al enemigo. Una previa derrota fulgurante y un éxodo en retirada: así se configuraba el escenario para Belgrano la noche del 23 de septiembre.

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Lo que -por lo general- no nos enseñan en el trayecto escolar aborda los debates en torno a nuestra construcción como nación. Uno de ellos, bien de fondo, obedece a las posiciones de Bartolomé Mitre y Juan Bautista Alberdi. Martín Kohan lo analiza en otro libro recomendable (“El país de la guerra”). A Mitre lo asiste la convicción de que fueron las guerras de la independencia las bases de una identidad -llamémosle- argentina. De allí sus esfuerzos por contar una historia colmada de héroes, estatuas y hazañas, siempre en torno a un ejército “nacional” imbatible y orgulloso. Alberdi pensaba las cosas desde otro lugar, ligado a la fortaleza de las instituciones, a la educación y a la idea de progreso como bases (la palabra no es caprichosa) para la edificación de lo que algún día sería un país. Allí donde Mitre veía virtud -en la guerra-, Alberdi veía un crimen. Y así, justamente, se llama una de sus obras imprescindibles: “El crimen de la guerra”.

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Siguiendo con el trayecto escolar, llegamos al día de esa batalla que mañana cumplirá 210 años. Con el Belgrano desobediente y encomendado a la protección divina para derrotar -plaga de langostas mediante- a los “realistas” de Pío Tristán. Como en todo episodio de esta naturaleza no pueden faltar las pinceladas de realismo mágico para mezclarse con los documentos que realmente cuentan lo que sucedió. En este punto, y hablando del costado flaco de los trayectos escolares, cabe una reflexión de lo más amarga. La abrumadora mayoría de los argentinos (y conviene no animarse con los porcentajes) desconoce por completo la trascendencia del 24 de septiembre. Fronteras afuera de la provincia se le atribuye más importancia al Combate de San Lorenzo -poco más que una escaramuza-, con los Granaderos de San Martín y el Sargento Cabral flotando en el imaginario, que a la única gran batalla librada en territorio argentino por la independencia. Aquí hay una gigantesca deuda pendiente. Desde lo identitario, se entiende.

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Pues bien, allá fue Belgrano, a perseguir a Pío Tristán para derrotarlo en Salta el 20 de febrero de 1813. Momento en el que el trayecto escolar hace silencio. ¿Qué pasó después? Poco y nada se explica en las aulas, apenas se menciona un par de nombres (Vilcapugio y Ayohuma). De eso no se habla en la historia argentina, como apenas se habla de Tacuarí (salvo para el toque de color con la historia del “Tambor”), de la calamidad en Huaqui o de las derrotas sufridas. Hablar de todo esto implica colisionar con el relato mitrista de la invencibilidad de nuestros ejércitos, que si pierden una batalla (Cancha Rayada) es sólo para imponerse en la siguiente. De allí que el Belgrano pos Tucumán y Salta salga del cuadro, porque pasa a ser el Belgrano humano y falible que no conviene mostrar. Es lo que hizo sistemáticamente la historia durante tanto tiempo, con el correlato en el trayecto educativo. Si a Belgrano la incursión por el Alto Perú le hubiera salido bien en 1813, dos posibilidades asoman de lo más concretas: que hoy ese territorio formara parte de la Argentina o que se tratara de un país llamado Belgrania en lugar de Bolivia. Pero le fue mal, muy mal. Con errores flagrantes en la práctica militar, sobre todo en Ayohuma, cuando sus oficiales le rogaban acantonar el ejército en Potosí y él se empecinó en dar batalla.

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¿Y qué pasó después? Tampoco narra el trayecto escolar que una segunda batalla de Tucumán parecía verosímil tras Ayohuma, contando los “realistas” con el camino allanado hacia el sur. Porque así como Belgrano había recibido de Castelli los restos de un ejército vencido, así lo recibió San Martín de Belgrano cuando se encontraron en la Posta de Yatasto. ¿Qué haría entonces San Martín? ¿Retroceder a Córdoba? Lo que sucedió, para suerte del proceso independentista, es que el Alto Perú jamás bajó la cabeza y otra batalla, de la que poco y nada se habla ni se informa, resultó clave para frustrar la estrategia enemiga. Se libró en 1814, el 25 de mayo -nunca las fechas son casuales- en La Florida, pleno Chaco boliviano. Allí, el triunfo de las tropas comandadas por Warnes y Arenales desarmó el plan maestro de Joaquín de la Pezuela, quien imaginaba una pinza que aplastaría Buenos Aires desde dos direcciones: el norte (vía Tucumán) y el este (vía Montevideo). Pezuela quedó masticando bronca, aunque algún desquite encontraría al año siguiente cuando le propinó a José Rondeau una paliza en Sipe Sipe, otra de esas derrotas devastadoras que determinaron, esa vez para siempre, el destino del Alto Perú. Así, con idas y vueltas, con éxitos y fracasos, fuimos construyendo la nación. Punto para Alberdi.

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