Argentina es un paraíso desquiciado. Un territorio bendecido por su extensión, por sus riquezas, por sus paisajes, por su cultura. También por sus grandes talentos humanos, muchos de los cuales, lamentablemente, emigran en busca de mejores oportunidades. Otros, los más jóvenes, se van yendo por goteo.
El Instituto Nacional de Estadísticas de España informó que durante el año pasado recibieron 33.600 ciudadanos nacidos en Argentina. La mayor cantidad desde 2008.
Funcionarios de migración, citados por el diario económico británico The Financial Times, indicaron que esta cifra está “subestimada” ya que muchos de los que ingresan a ese país llegan con pasaportes europeos por descendencia, es decir que los migrantes argentinos no computados como tales son bastante más.
Esto se replica en Italia y en otros países europeos, como Reino Unido, donde en 2021 residían 26.000 argentinos “legales”, 6.000 más que en 2020, la cifra más alta en una década, según la Oficina de Estadísticas Nacionales del Reino Unido, citada por el periódico británico.
Los argentinos no se van sólo a Europa. Chile y Uruguay reciben entre 1.500 y 2.000 solicitudes de residencia por año.
Uruguay emitió permisos de residencia a 1.656 argentinos el año pasado, la cifra más alta en una década. Y más de 10.000 argentinos se convirtieron en residentes de Chile desde 2017, informó The Financial Times, en base a datos del Conicet.
Otros destinos elegidos por los argentinos para cambiar de vida, con residencia legal o sin ella, son Brasil, México y Estados Unidos.
Por otro lado están las solicitudes para obtener la ciudadanía de otros países, mayoritariamente española o italiana, que alcanzaron un récord el año pasado. Entre enero y septiembre de 2021 se presentaron más de 55.000 solicitudes, según la Cámara Nacional Electoral argentina.
Es casi el doble de las solicitudes de ciudadanía registradas durante la crisis de 2001-2002.
Son argentinos que aún no escaparon pero que están organizando sus vidas para hacerlo.
De regreso a casa
Desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX Argentina recibía desahuciados de todo el mundo, que veían en estas tierras oportunidades de un futuro próspero.
En la segunda mitad del siglo pasado se sumaron inmigrantes de países vecinos, sobre todo de Paraguay, Bolivia y Perú. Y hasta la década pasada llegaban oleadas de venezolanos que huían del desastre bolivariano.
Los principales atractivos durante el siglo pasado para radicarse en Argentina, según la mirada extranjera generalizada, eran la educación pública de excelencia en todos los niveles, la salud pública gratuita y de calidad, y la gran demanda laboral debido a la expansión económica, con base principalmente en las pequeñas y medianas empresas.
Ahora, una confianza en la economía que se ha evaporado, con una inflación imparable, la furiosa interna política que atiende sólo su juego, la inseguridad creciente, y la falta de perspectivas laborales, son las principales causas que empujan a emprender el camino inverso.
Esta reversión del proceso migratorio va a provocar profundos cambios sociales a mediano y largo plazo.
Es la primera generación de argentinos que invierte el curso de la historia, con consecuencias socioeconómicas inmensurables, pero que pueden proyectarse a partir de lo que ha ocurrido en otros países que atravesaron crisis similares.
Venezuela hoy debería tener 34 millones de habitantes y tiene 28 millones. Hasta ahora han migrado más de seis millones de venezolanos y la ola no se detiene.
Según la Oficina de la ONU para los Refugiados (ACNUR) estos grandes cambios demográficos están convirtiendo a Venezuela en un país de viejos y niños lo que, más allá de los dramas personales, con miles de familias diezmadas y vidas mutiladas, tiene graves implicaciones para el presente y para el desarrollo futuro del país.
El 60% de los migrantes venezolanos tienen entre 15 y 50 años, que se traduce en una importante disminución de la población activa y en un aumento del peso demográfico de la población dependiente, ancianos y niños. Esto está generando un fuerte aumento de hogares unipersonales y de familias encabezadas sólo por mujeres.
El historiador e investigador del Conicet, Roy Hora, advierte que si bien las cifras de argentinos que se están yendo pueden no ser necesariamente muy altas, la idea de que podrías estar mejor en otro lugar está creciendo de forma exponencial.
Según Hora, 3.500 argentinos por mes declaran que se van a ir.
“Hay un flujo significativo de personas creativas y adineradas que se van”, describe.
Imaginemos este escenario: nuestras universidades públicas y gratuitas están formando miles de profesionales que terminan produciendo conocimiento en otros países. Desarrollo económico, industrial, tecnológico y académico que se pierde día tras día. Mano de obra calificada, jóvenes con ganas de emprender, investigadores o empresarios formados en Argentina que pasan a poner mente y músculo al servicio de otras economías.
Más sordos y más tontos
Argentina es como una cabeza que derrama lentamente su materia gris por las orejas. Cabeza que a medida que pierde su inteligencia se va quedando sorda. Y se sabe que, cuando una persona empieza a perder su audición, comienza a levantar la voz, a gritar. Y así venimos hace años: a los gritos y sin escucharnos.
En Argentina caben 125 países como Israel (380 kilómetros cuadrados más chico que Tucumán), república desértica, pequeña y acuciada por las guerras, pero que duplica nuestro PBI per cápita: 50.000 dólares “posee” un israelí, contra 25.000 un argentino.
El PBI o PIB, también llamado ingreso per cápita o renta per cápita, se utiliza a nivel internacional para exponer el potencial económico de un país. Debido a que el estándar de vida tiende generalmente a incrementarse a medida que el PBI per cápita aumenta, este índice se utiliza como una medida indirecta de la calidad de vida de la población.
A veces, las gélidas definiciones academicistas o los fríos números parecen lejanos de nuestros quehaceres cotidianos. Sin embargo, son indicadores de estándares de vida, una especie de “ránking de felicidad” y, en este sentido, los argentinos transitan su existencia, en promedio, con la mitad de calidad de vida que los israelíes.
Otras naciones minúsculas que superan nuestra riqueza por habitante son Trinidad y Tobago, Maldivas, Aruba, Bahamas, Puerto Rico, Chipre, Malta, Andorra o San Marino.
Sólo por mencionar algunos ejemplos de países más pequeños incluso que Israel y con escasos recursos naturales o ninguno.
Israel no cuenta con la riqueza agrícola ganadera de Argentina, por ejemplo, pero su desarrollo económico está apuntalado en su fuerte inversión en el conocimiento y en su expansión industrial y tecnológica. No es otra cosa que más educación y más trabajo auténtico.
La cultura militar ha sido además un fuerte motor de su crecimiento económico, muy ligada también a la investigación, a la industria y a la educación. Es el país número 15 a nivel mundial en términos de gastos militares. Pero ese es otro tema.
Maniqueísmo enquistado
“Nuestros recursos naturales, nuestro desarrollo humano y mano de obra calificada fortalecen la idea de un país en constante estado de potencia latente, pero que sigue siendo maltratado por una espiral de crisis recurrentes que se producen por posiciones maniqueístas”.
De esta manera comenzó su exposición inaugural Daniel Herrero, ex CEO de Toyota y presidente de la 58° edición del Coloquio IDEA (Instituto para el Desarrollo Empresarial de la Argentina), que comenzó el miércoles en Mar del Plata y concluyó ayer.
No por casualidad el encuentro empresario está signado este año por el lema ‘Ceder para crecer’.
Pero acá ¿quién cede? Nadie.
“Nunca alcanzamos los llamados consensos, aquellos que brindan la seguridad necesaria para desarrollar reglas claras y una institucionalidad fuerte que permita un crecimiento sostenible”, sostuvo Herrero.
Y en la misma ponencia agregó: “Si de algo nos sirve esta historia de desunión es para entender que nuestra responsabilidad es todo lo contrario: encontrarnos, trabajar juntos para crear un acuerdo común. Si no alcanzamos algunos consensos básicos, no vamos a poder crecer. Y si no cedemos en algo en nuestras posiciones para comprender al otro, tampoco lo vamos a lograr”.
El maniqueísmo político, aunque de origen religioso, reduce todo a la polarización, amigo o enemigo, bueno o malo, sin términos medios. El maniqueísmo es una alucinación, un engaño, una ceguera. La vida no es toda blanca o toda negra, está repleta de colores y de grises.
En todos los países hay divisiones, algunas muy fuertes, pero los que progresan son los que lograron consensos básicos, institucionales, republicanos, económicos, de sustentabilidad, que se sostienen aunque cambien las administraciones (los matices).
Cuando el maniqueísmo político desquicia todos los valores se produce un efecto cascada sobre la sociedad entera.
Hicimos un rápido relevamiento de precios de algunos productos a través de una aplicación de cadetería. Por ejemplo, un popular aperitivo oscila entre 1.420 pesos y 2.750 pesos, con distintos valores intermedios, según el comercio. Casi el doble de diferencia en el mismo artículo de consumo masivo no es producto de la competencia o de las leyes de la oferta y la demanda, es consecuencia del desgobierno, de la falta de controles y de reglas claras, y sobre todo del desconcierto con que se comercia.
Si relevamos un producto importado, como un whisky, la confusión es mayúscula. La misma marca varía desde los 4.100 pesos hasta los 8.200. Aquí seguramente interviene el tipo de cambio que toma cada comerciante, con 14 tipos de dólares diferentes, o los aumentos “por las dudas” para cubrirse de la inflación, o también las avivadas de quienes se aprovechan del caos.
La famosa frase que repiten hoy los argentinos “no hay precio”, no es otra cosa que anarquía en pleno ejercicio.
El discurso del presidente Alberto Fernández del jueves, durante la asunción de las tres nuevas ministras, fue otra cachetada a la gente de a pie, otro empujoncito a los jóvenes a planear su vida en el exterior.
“Si hay algo que nos une a ellas es la convicción; que debemos estar unidos por encima de todas las cosas; que aunque intenten dividirnos o separarnos, la separación no tiene sentido; que para ganar debemos estar unidos, como dice la marcha (peronista); y que las diferencias deberemos saldarlas en unidad y respetándonos”, afirmó.
No habló de proyectos, de lo que harán las nuevas funcionarias, de los graves problemas del país, que cuando lo hace apenas los sobrevuela y sólo para culpar al otro.
Habló, una vez más y como siempre, de las elecciones del año que viene y de que el peronismo debe unirse para ganarle a la oposición.
Es la política que nos está arruinando, como país y como sociedad, que vive en una realidad paralela, negacionista, mezquina y sin ideas.
Cabría preguntarle a Fernández: ¿Para qué quiere ganar el año que viene Presidente? ¿Para seguir culpando a los otros de lo que nos pasa, a la pandemia, a la guerra, a Macri? ¿O para asumir de una vez por todas? ¿Para seguir recitando zarazas desconectadas de la realidad? ¿Para que se sigan yendo los argentinos?
¿Para qué quiere ganar Presidente? Una pregunta que debería hacerse extensiva a todos los candidatos, de todas las categorías, herederos de la desgracia y futuros padres de esta tragedia.