LA GACETA en Qatar: Lo quiere el equipo, lo sostiene la gente: es ahora, Argentina

El seleccionado argentino llega con una ventaja excepcional de cara a un partido que asoma 50 y 50, parejísimo.

ILUSIÓN. El plantel argentino completo antes de la gran final del Mundial. ILUSIÓN. El plantel argentino completo antes de la gran final del Mundial.

Perdió, ganó, se lució, sufrió… Así, surfeando la ola del fútbol llega la Selección a la sexta final mundialista de la historia. Siempre con el corazón en la mano, ofrecido con generosidad, también con arritmias. Ahí está Argentina, con una ventaja excepcional de cara a un partido que asoma 50 y 50, parejísimo; una ventaja que tiene sangre rosarina y DNI universal. Pueden suceder mil cosas en la cancha, pero una conformará una historia aparte. Lo que haga o deje de hacer Messi, el tránsito por la que quizás sea su despedida de la Copa, representa un espectáculo aparte dentro del show más grande que el deporte puede brindar. Parapetado detrás de su enorme jerarquía y de su propio ídolo, un tal Mbappé, aguarda el defensor del título. Qué partido, por Dios.

La ansiedad de los hinchas en Qatar es gigantesca, combatida por estas horas a fuerza de encuentros y de banderazos. Difícil medir desde aquí lo que se vive en Argentina. Se lo intuye desde los mensajes, los posteos, lo que los medios comunican. Es una sensación de país paralizado de antemano, expectante como pocas veces, ilusionado hasta la estratósfera. Será por la identificación con el equipo, el compromiso que se genera en la cancha y se contagia a todas las epidermis. Hay una Argentina al borde de un ataque de nervios, incontenible, con unas ganas de celebrar pocas veces vista. Una Argentina positiva. Será por eso la importancia de un recibimiento acorde para el plantel, cualquiera sea el resultado de la final. La derrota forma parte de las posibilidades, nadie quiere pensar en ella. Hay un cruce de dedos colectivo que viaja desde Doha hasta cada rincón de la geografía nacional.

La gente adoptó a esta Selección como propia. No sólo por la vuelta olímpica en la Copa América o por la goleada a Italia en la “finalissima”. Al equipo se lo ve cercano, terrenal. Muy serio en lo suyo, también fresco. Un equipo que puede dominar al rival hasta golearlo o confundirse en pleno partido y terminar con el Jesús en la boca. Sin término medio. El público acepta estas reglas del juego y viaja en la Scaloneta, sabedor de que puede haber una sorpresa -de las buenas o de las malas- a la vuelta de un córner o de un tiro libre. La hinchada se siente parte de esta campaña, protagonista, una integrante más del grupo que capitanea Lionel Messi. Ese es uno de los objetivos cumplidos por la Selección; ha vuelto a enamorar.

Messi está en una dimensión propia; es una suerte de fenómeno global que excede largamente el fútbol. Hay que hablar con un sueco, con un japonés o con un guatemalteco, como suele pasar en esta Torre de Babel que es la sala de prensa de un Mundial, para tomar consciencia de lo que Messi representa en latitudes exóticas, de su poder de seducción, de la manera en la que es admirado y amado. Con ese capital saldrá Argentina a jugar la final de la Copa, con ese plus extraordinario que ha recorrido ya cinco citas mundialistas, hasta convertirse en el jugador con mayor cantidad de presencias. Serán nada menos que 26. De tanto hablar de cómo frenar a Mbappé, solemos olvidar lo mucho que deben estar pensado los franceses en una estrategia para impedir que Messi alcance su última meta.

Pero ahí está la Argentina de Messi, con Messi, para Messi. La que armó Lionel Scaloni al cabo de una extensa y arriesgada -pero necesaria- renovación. Con “Dibu” y sus locuras ganapartidos; con De Paul marcando el compás emocional del juego; con el Di María que tanto esperamos hoy, ese que hizo magia en el Maracaná. Con un Otamendi superlativo y dos laderos -“Cuti” Romero y Lisandro Martínez- de nivel Premier League. Y con un trío que revolucionó la Selección, la dio vuelta como una media y le puso la pimienta de la juventud al Mundial albiceleste. Con Julián, con Enzo Fernández, con Mac Allister, que tienen cuerda para jugar hasta el 2030 y resulta que hoy, ya mismo, son protagonistas del partido que nadie quiere perderse.

Visto en perspectiva, perder en el debut no vino mal. No es una apología de la derrota, nadie quiere sufrirla. Pero ese insólito 1-2 a manos de Arabia produjo un quiebre. Devolvió al plantel a la realidad, lo bajó de la nube del invicto interminable para recordarle lo amargo que es morder el polvo. De ese tropezón no derivó una caída al abismo, sino una resurrección futbolera encadenada a lo largo de varias estaciones. Mejor contra México a partir del gol liberador de Messi; excelente contra Polonia; bien contra los australianos, aun con el innecesario padecimiento de los últimos minutos; muy bien en el suplementario con Países Bajos, tras recibir dos goles en medio de un lapso de absoluta confusión; excelente -por el resultado y por tratarse de la semifinal de un Mundial- contra Croacia. No fue un camino de rosas, tampoco algún círculo del infierno de Dante. Ni un canto al fútbol-arte ni un avance a los ponchazos. La Selección es un equipo de momentos, algunos muy buenos. Contra Francia necesitará que esos momentos se prolonguen hasta conformar un todo.

Luego del fracaso en Rusia 2018 el fulgor futbolístico nacional se planchó. La AFA designó a Lionel Scaloni, con más pinta de interino que de proyecto superador, para gambetear el trance. Fue recibido entre críticas y escepticismo. También con cierto desinterés, suerte de hastío por el papelón hecho en el Mundial. Como si la Selección fuera una mosca molesta e hiciera falta espantarla, sacarla del radar. A pocos le interesaba. Y Scaloni, surgido del riñón de Sampaoli, metió las manos en el bolsillo y agachó la cabeza cada vez que le hablaban de lealtad a su ex jefe. Se quedó, aceptó el reto, se rodeó de la gente que creyó apropiada -y terminó siéndolo- y logró su propia victoria personal. Más allá de los éxitos en la cancha, de la sintonía con Messi, Scaloni es reconocido como un líder. Y, producto de los usos de la época, goza de una particularidad que ni sus ilustres y campeonísimos antecesores, Menotti y Bilardo, pudieron conseguir. El equipo lleva su nombre. La Scaloneta.

Las previas son así; obligan a repasar el pasado reciente, a bucear en los antecedentes, a espiar lo que viene. Son más de ensayo y de conjetura que de certeza. No hay nada más difícil que hacer la crónica de un partido que todavía no se jugó. Pero cuando la Selección y Francia salgan a la cancha del estadio Luseil, antes de que la pelota se ponga a rodar, habrá algunas seguridades que no conviene olvidar. Pase lo que pase. Messi y sus hombres se ganaron el cariño de la gente, la estimularon, la hicieron feliz. Hay una energía poderosa en el medio, entre el equipo y el país que lo sigue. Después está el partido, ese mar de imponderables en el que hasta las brújulas se desorientan. Por encima de tanta especulación, lo que flota en el ambiente es un anhelo, un ruego, una idea, hasta una convicción: es ahora, Argentina.

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