El “Nano” se jubila a los 78 años

Joan Manuel Serrat dice “adeu” a los conciertos con una serenata para Cataluña

RETRATO. La sensibilidad del artista será recordada por muchos años más. RETRATO. La sensibilidad del artista será recordada por muchos años más.

(Desde Barcelona, España).- Joan Manuel Serrat cantó para los barceloneses y los catalanes, que es igual a decir que para sí mismo. Fue su manera de decir “gracias” a la tierra en la que creció, y al público que lo vio surgir y que lo acompañó en su ascenso a estrella artística internacional, quizá, a primer embajador de la cultura de la Cataluña contemporánea. La última cita transcurrió en un icónico y repleto Palau Sant Jordi: más de 15.000 espectadores asistieron este 23 de diciembre a la ceremonia de “jubilación” del “Nano” después de 57 años en los escenarios. A las 21.10 (cuatro horas menos en la Argentina), Serrat emergió de las cortinas rojas y entonó “Temps era temps” (1980), su tarjeta de presentación como hijo de la posguerra. “Érase unos tiempos que más que buenos y malos, eran los míos y han sido únicos...”, recitó.

La serenata para Cataluña empezó, prosiguió y terminó en catalán: en la clausura definitiva de sus giras -esta se tituló “El vicio de cantar”-, el poeta no sólo desarrolló un repertorio inspirado en sus orígenes, sino que echó mano del castellano apenas para lo indispensable. A las explicaciones y a los mensajes finales los despachó en la lengua de casa, la que se empeñó en usar cuando aquella estaba prohibida y que lo marginó como representante español en el Festival de Eurovisión, en 1968. Ese roce con el franquismo resultó a la postre una pista de despegue para Serrat, quien se erigió en símbolo de las libertades que faltaban. Pero la historia va y viene, y, en 2017, sus compatriotas independentistas llegaron a colgarle el rótulo de “fascista” por oponerse a la consulta popular que derivó en el intento de separación de España.

Pasaron las fricciones, y prevalecieron los amores y las paces entre Serrat y los suyos, aunque antes de que se apagaran las luces hubo abucheos para el palco de los invitados importantes donde se ubicó el presidente español Pedro Sánchez. “Esto debe ser una fiesta”, exclamó “el chico del Poble Sec”, como también se lo conoce. En sus palabras inaugurales, el artista reconoció que le generaba sentimientos contradictorios que haya llegado para él la hora de bajarse de las carteleras. “Gracias por venir aquí el día que solemnemente proclamo mi despedida por voluntad propia”, bromeó como quien barre y guarda las migas de la tristeza.

¿Pero cómo eludir la visita de la nostalgia que, por otro lado, vertebra la tan larga como ancha discografía de Serrat? Él definitivamente no la esquivó al conducir el espectáculo por las huellas de “Cançó de bressol” (1967), composición inspirada en la nana que le cantaba su madre; en las carencias materiales de su infancia y en su abuelo Manuel (“El Furo”) asesinado durante la Guerra Civil. Vestido con pantalón y camisa negros, y saco estampado con flores secas, Serrat estiró los versos como en sus épocas doradas para contento de las plateas y las gradas: sólo ellas y él podían entender las connotaciones de esas letras cargadas de ausencia. Las pistas estaban en el estribillo en español: “por la mañana rocío; al mediodía calor; por la tarde los mosquitos; no quiero ser labrador”.

Casetes

Los que esperaban éxitos grandes como “Aquellas pequeñas cosas” (1987), “Penélope” (1969), “La mujer que yo quiero” (1971), “Barquito de papel” (1971), “Balada de otoño” (1969), “Qué va a ser de ti” (1971) y “Lucía” (1971) recibieron “El carrusel del Furo” (1975), una canción que invita a seguir “el perfume a churros y la senda de los niños” para remediar la desesperanza del mundo. “Brínquese a la magia de pasar de todo… Si no le cura, al menos le reconforta”, aconsejó Serrat, que a esa altura ya acumulaba varias ovaciones.

Son circunstancias de esta clase las que revelan el lado más íntimo del cancionero de Serrat, una obra de la que se apropió media humanidad para enamorarse; protestar; soñar; llorar las pérdidas y hasta animar los viajes en auto de antaño, con casetes que terminaban arruinados de tanto escucharlos.

Resulta que, obligado a elegir, el padre de las bandas de sonido de incontables derroteros desiste de “Tío Alberto” y se queda con “Pueblo Blanco”, ambas lanzadas en 1971. “Ellas sueñan con él, y él, con irse muy lejos”, recordó el ahora ya no más compañero de andanzas de Joaquín Sabina. Serrat reiteró que hay que dejar “la tierra enferma; buscar otra luna; tal vez mañana sonría la fortuna; y si te toca llorar; es mejor frente al mar”. Preparaba así el campo para cantar por última vez en un teatro la que tal vez sea su magna creación: “Mediterráneo” (1971).

Allí, en la propia orilla donde apareció, a las 22.44 del viernes esta canción se desembarazó de sus desventuras entonada de pie por los presentes. Hasta un “loco bajito” con chupete se emocionó en la tribuna: un detalle propio de la diversidad que cobija “Mediterráneo”. La pantalla colocada a espaldas de la banda mientras tanto mostraba en un chispazo “La creación de Adán”, esa escena de dos dedos índices que casi se tocan que Miguel Ángel pintó en la bóveda de la Capilla Sixtina para representar el misterio de la vida. “Soy cantor, soy embustero; me gusta el juego y el vino; tengo alma de marinero”, cantó Serrat cuatro días antes de cumplir 79 años. Y anticipó un posible deseo para cuando toque soplar las velas: que el mar deje de ser un sarcófago para los miles de inmigrantes que perecen tratando de llegar a Europa.

Beso

En combinación con varios músicos de su generación, entre ellos su socio inseparable, el pianista Ricard Miralles, “El Nano” entregó una declaración de guerra, “Algo personal” (1983), y una declaración de amor, “No hago otra cosa que pensar en ti” (1981). Quedó claro de una vez que ni las musas habían pasado de él aunque se considerara perdido en “palabras gastadas” ni que “los sicarios del mal” dejaron de fanfarronear. Al parecer son la cara amable y la cara amarga de la moneda llamada realidad. Serrat lo precisó en mejores términos con “Seria fantastic” (1984): “sería todo un detalle; todo un síntoma de urbanidad; que no perdieran siempre los mismos”. Tales preámbulos dieron pie a un reclamo para actuar ante el cambio climático. “Esta es la peor de las amenazas que enfrentamos como especie”, enunció Serrat antes de meterse en “Pare” (1973), donde pregunta al padre qué le han hecho al bosque que no hay árboles y al río que ya no es el río.

No podían faltar y no faltaron en esta despedida un homenaje al poeta Miguel Hernández ni la frescura de “Para la libertad” (1972) ilustrada con imágenes de grafitis de Banksy. En “Es caprichoso el azar” (2002), una voz de mujer, la violinista Úrsula Amargós, se levantó para dar cuerpo y alma a dúo a tres vocablos mágicos: “tanto tiempo esperándote”. El ambiente venía alto y estalló con “Hoy puede ser un gran día” (1981), esa oda a los placeres cotidianos que es asimismo una herida mortal a la mediocridad. La apoteosis se prolongó un rato más con una interpretación bellísima de “Cantares” (1996): sus mundos sutiles y machadianos ya no podrán ser escindidos de las glorias del Sant Jordi.

Cumplidos los ritos, el temario volvió a replegarse en la faz doméstica con “Meu carrer” (1970), y “Barcelona y yo” (1989), respectivos tributos al entrañable Poble Sec y a la capital catalana, “que trepa por las colinas y se remoja en las playas”. Y así, con un retorno al principio, fue acabándose la última noche de Serrat en el estrado. “Es importante que terminen bien las cosas que empezaron bien”, aseguró antes de buscar, uno por uno, a los miembros de su conjunto, abrazarlos y ponerlos en el centro para que ellos también recibieran el resplandor de las luces y el ardor de la ovación. “Fue un placer”, resumió, y agradeció “a la vida”, a la familia donde creció y a la que formó a partir de 1978 con Candela Tiffón.

Hubo un bis que se consumió en “Palabras de amor” (1968) y “Fiesta” (1996). Y un segundo, el desenlace de los desenlaces, donde Serrat se presentó solo; agarró una acústica y, después, pidió otra, y rasgó “Una guitarra” (1965), su primera composición. “Me la regalaron cuando me rondaban sueños de mis 16 años; y entre mis manos temblorosas yo tomé muy fuerte aquel juguete; crecimos juntos; yo me hice un hombre; y ella se fue estropeando a mi lado; ahora que ya la veo sucia y rota me doy cuenta de lo mucho que la he amado”, coreó. Luego tomó su banqueta y su guitarra, y se dirigió a los bastidores con la naturalidad que aportan casi seis décadas en esas partidas. Como los aplausos no amainaban, Serrat volvió saco en mano; saludó con un gesto; besó el escenario y, ahora sí y para siempre, se marchó por donde había entrado.

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