Durante años, los partidarios del expresidente Jair Bolsonaro, quien fue derrotado en las urnas el 30 de octubre, han sido alimentados con teorías conspirativas, falsificaciones de la realidad o simples creencias. Desde los efectos supuestamente milagrosos de las drogas contra la Covid-19 hasta la acusación de fraude en las máquinas de votación electrónica, que nunca fue probada, millones de brasileños comenzaron a vivir en un mundo paralelo. En este universo del absurdo, el espíritu de secta es fermentado por las redes sociales y los grupos de mensajes. Se insta a sus seguidores a ignorar o desestimar los informes de prensa y a creer incondicionalmente en sus líderes, quienes a su vez brindan a sus seguidores un cóctel embriagador de teorías descabelladas con rencores y temores que terminan convirtiendo a las personas hasta ahora moderadas en extremistas.
En Brasil, la insurrección del 8 de enero en Brasilia fue la culminación de un movimiento que comenzó poco después de las elecciones del 30 de octubre. Alentadas por los influencers de las redes sociales, miles de personas abandonaron sus hogares y familias y se fueron a vivir en tiendas de campaña frente a unidades militares en cientos de ciudades brasileñas para pedir una “intervención federal contra el fraude en las urnas”. Ni siquiera los partidos de la selección brasileña en el Mundial de Qatar tuvieron atención en estos campamentos, pues sus dirigentes consideraron el campeonato como una distracción de sus objetivos. La expectativa de esta multitud, cada vez más radicalizada por las redes, era que las Fuerzas Armadas impidieran la toma de posesión de Luiz Inácio Lula da Silva en la Presidencia –una fantasía en la que un fantasma alucinado del comunismo se mezclaba con amenazas inexistentes a la fe religiosa de brasileños-. De estos campamentos salieron los radicales, envueltos en banderas y adornos amarillo verdosos, que invadieron las oficinas de la Presidencia, la Corte Suprema y el Congreso, armados con celulares que alimentaban con videos a los demás integrantes de la secta.
Es posible reconocer rastros de esta alucinación colectiva en casi todas partes, incluida la invasión del Capitolio de los Estados Unidos hace dos años. En algunos países, como Rusia, es el propio gobierno el que promueve una campaña de desinformación masiva con el objetivo de sostener su guerra en Ucrania. En muchos otros, las organizaciones políticas con visiones radicales ganan terreno porque también manipulan las emociones provocando revueltas e indignación ante situaciones falsas o descontextualizadas. Lo cierto es que ninguna nación, por avanzada y desarrollada que sea, es inmune a este virus que corroe la verdad, la pluralidad, el respeto a las opiniones adversas y, por tanto, la muy amistosa convivencia entre opuestos, base de toda sociedad democrática.
Ante tales amenazas, ha llegado el momento de que el mundo que aún mantiene intacta su salud mental ponga fin a esta epidemia. Así como las Naciones Unidas llevaron a la mesa de negociación a quienes tienen el poder de contener el calentamiento global, la misma ONU debe tomar la iniciativa en la lucha contra la desinformación a través de un gran acuerdo global autorregulado que revierta el desastre anunciado.
La lógica de tal pacto es simple. El calentamiento global es la mayor amenaza para la salud física de la Tierra. La epidemia de desinformación es la mayor amenaza para la salud mental del planeta, con riesgos concretos para la estabilidad política y social de miles de millones de personas. Sus posibles consecuencias, que van desde la erosión de las democracias y las libertades hasta un enfrentamiento nuclear, son tanto o más catastróficas que el cambio climático.
Para empezar, Naciones Unidas debería invitar a la mesa a las dos partes con poderes inmediatos para contener y revertir la epidemia: las grandes plataformas tecnológicas y los representantes del periodismo profesional. Cabe señalar que, en Brasil y en el mundo, la nube tóxica de fake news se propaga en el vacío del periodismo. La prensa se vio forzada a una contracción ante las insalvables dificultades para crear un nuevo modelo económico desde que sus ingresos empezaron a engordar los balances de las llamadas big techs.
El periodismo dista mucho de ser perfecto, pero, como se vio durante la pandemia, sigue siendo el mejor antídoto para valorar fuentes confiables, restablecer la verdad y verificar versiones que circulan en redes sociales y grupos de mensajes. Algunos países, como Australia, Nueva Zelanda y próximamente Canadá, han aprobado leyes que recuperan en gran medida el desequilibrio financiero de los vehículos de comunicación y permiten la reocupación paulatina de los llamados desiertos informativos, vastas regiones donde ya no quedan rastros del periodismo profesional e independiente.
Aunque representan un avance, dicha legislación no es una solución alcanzable para la mayor parte del planeta. En decenas de países de América Latina, África y Asia especialmente, a los gobiernos y parlamentos no les gustaría ver una prensa fortalecida, con más pluralidad, diversidad y capacidad investigativa y, por tanto, con capacidad de confrontarlos en defensa de la sociedad. Por el contrario, las autocracias e incluso las democracias inmaduras no entienden el papel de la prensa libre y trabajan para debilitarla e intimidarla, nunca para que sea una voz cada vez más fuerte e independiente.
La mesa en busca de un pacto tampoco sería una alternativa sin percances o posibles contratiempos, como se puede apreciar en las propias discusiones sobre acuerdos relacionados con el calentamiento global. Pero con el apoyo de los gobiernos y las sociedades democráticas es posible un gran pacto global contra la desinformación. También es una necesidad para el negocio y la existencia misma de las big techs, que se ven constantemente amenazadas por controles de contenido y regulaciones externas por parte de autocracias que no siempre tienen las mejores intenciones.
Basta, pues, de procrastinar y ocultar la realidad, en la vana esperanza de una cura natural para la epidemia desinformativa. El mundo libre todavía tiene la capacidad de indignarse con motivos reales y concretos, como la insurrección en Brasilia. Pero necesita crear una vacuna contra la desinformación antes de que el virus contamine a muchas otras capitales del planeta.
© Wan-Ifra
Marcelo Rech – Presidente de la Asociación Nacional de Periódicos de Brasil, ex presidente del Foro Mundial de Editores.