Por Jaime Nubiola
Para LA GACETA - PAMPLONA
Me ha gustado la entrevista reciente con Diego S. Garrocho publicada en ABC, periódico conservador español fundado en 1903, del que mi amigo filósofo acaba de ser nombrado jefe de la sección de Opinión. La entrevista estaba encabezada con el atractivo título entrecomillado: “Los periodistas y los filósofos persiguen la misma presa, la verdad”.
Lo que más me ha impactado es la tesis de Garrocho de que aquellas personas supuestamente radicales que sostienen que unas posiciones son justas —o injustas— no son en absoluto relativistas. Copio: «El conflicto es la prueba de que no nos conformamos con que el vecino piense lo contrario de lo que nosotros pensamos. La gente ha vuelto a sentir la necesidad de explicar qué es una mujer, qué es un ser humano, qué es un derecho. Antes no había un conflicto porque en el fondo tu opinión o la de ese señor nos daba igual. Por ejemplo, el movimiento feminista ha reactivado un realismo moral. Tiene una definición muy clara y muy rotunda acerca de qué es lo justo y qué es lo injusto. Y ese ya no es un marco relativista, ese ya no es un marco que se conforme con que cada individuo en su privacidad tenga una definición propia sobre algo».
Y a la siguiente pregunta responde: «Ahora lo que nos encontramos es una disputa social, donde hay valores y principios que se están debatiendo con muchísima vehemencia, pero eso es la antesala de un asentamiento, de un consenso, de una reescritura de determinados principios». Lo que ha llamado mi atención es que suele considerarse habitualmente que el relativismo es casi una condición de posibilidad de la convivencia en democracia, como si un sistema verdaderamente democrático exigiera que tanto los gobernantes como los ciudadanos renunciaran a sus principios morales.
Pienso que acierta Garrocho al sostener que quienes proclaman que algo es justo o injusto están en el camino de la verdad, pues consideran que su opinión se funda en la verdad y por ello es justa. En contraste con esto, nos encontramos en una sociedad que vive en una amalgama imposible de un supuesto fundamentalismo cientista acerca de los hechos y de un escepticismo generalizado acerca de los valores. Muy a menudo los valores (lo bueno y lo malo, lo que hay que hacer o hay que evitar) parecen ser a fin de cuentas lo que decidan los gobernantes de turno atentos a la sensibilidad de su electorado. Para esta mentalidad relativista son los representantes elegidos democráticamente quienes deciden acerca del bien o el mal de las acciones humanas, pero no habría nada que pudiera afirmarse radicalmente como verdadero, como justo o injusto. En la entrevista explicaba con valentía Diego S. Garrocho: «La única alternativa es comparecer a ese debate público con las mejores armas posibles. Creo en el poder de la palabra y creo que con tiempo suficiente acaba venciendo. El mejor argumento y la mejor idea se impone sobre la peor. Y la prensa o los periódicos tenemos una especial responsabilidad en ese proceso, porque la prensa está llamada a roturar el espacio de conversación».
Puede parecer ingenua esta posición, pero todos tenemos experiencia de cuántas veces hemos cambiado de opinión en temas debatidos al recibir nuevos datos o al considerar argumentos que hemos estimado mejores que los nuestros. La única condición que hace falta para cambiar de opinión es la de estar dispuestos a escuchar las razones de quienes sostienen opiniones diferentes a la propia.
Por eso quienes sostienen el relativismo moral —el todo vale— no escuchan, no buscan la verdad ni la justicia. En última instancia, destruyen la esencia de la convivencia democrática dejándola en manos del poder. En cambio, quienes proclaman que algo es justo o injusto están en el camino de la verdad, en particular si son capaces de escuchar.
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Jaime Nubiola - Profesor de Filosofía en la Universidad de Navarra ([email protected]).