¿César Aira nos toma el pelo?

14 Mayo 2023

Por Juan Ángel Cabaleiro

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

César Aira, el inclasificable escritor argentino, sostiene con recurrencia que es preferible «lo nuevo» a «lo bueno» en materia literaria. La novedad, lo diferente, aporta un valor que en la obra bien escrita a la manera convencional ―pareciera―que se ha diluido o pierde interés. Las buenas obras, viene a decir el autor, abundan, e insistir con ellas no vale la pena. Así, esta búsqueda de la originalidad en detrimento, incluso, del buen hacer literario es el Norte que orienta sus escritos. Pero ¿qué hay de «mal hecho» en los textos de Aira y cuál sería el valor de su originalidad? Y, sobre todo, ¿no nos estará tomando el pelo?

La respuesta está en sus más de 100 libros, la mayoría novelas cortas o relatos en los que el autor transgrede a conciencia y con maquiavélica fruición un principio elemental de la narrativa: que toda obra debe tener una estructura, un orden, una proporción y una continuidad entre sus partes. Aira patea este tablero y deja que las piezas bailen a su antojo: corta abruptamente el hilo de la narración y cambia de tema cuando le da la gana, intercala largas y desconcertantes digresiones, deja que la trama, a su albur, se encamine definitivamente al caos... En medio de semejante barullo a veces levanta todo a las apuradas y se retira de la novela presuroso, como esos alumnos que completan un examen atropelladamente en el último minuto: son los finales airanos. Y ha estado guitarreando en ese examen, yendo de aquí para allá con sus devaneos de parsimonia, dejando preguntas sin responder, remoloneando en la subjetividad alucinada e incontenible del narrador.

No es lo único. Hace, además, metaliteratura: entra y sale del texto, habla, en la novela que está escribiendo, del autor, de su visión sobre la literatura, refiere las circunstancias de la creación... Nada nuevo, nada que no se haya hecho ya, salvo juntarlo todo a la vez y sacudirlo bien antes de mandarlo a imprenta. Y con esto logra Aira su objetivo principal: la absoluta rareza y originalidad de sus textos. Pero ¿tendrá algún valor literario tanta premeditada anomalía? ¿Estamos ante uno de esos momentos de quiebre en que la literatura rompe sus propias reglas y ensancha sus horizontes, o se trata de la artimaña de un vendedor de buzones literarios? No lo sabemos, aunque poco importa: solo cuenta si el lector disfruta o no con el libro, y los de Aira tienen esa capacidad. Para un determinado perfil de lectores pueden resultar sugerentes, entretenidos, desafiantes…: virtudes suficientes para que un proyecto literario sobreviva en un público, acaso minoritario, pero convencido y fiel. ¿Cuántos lectores tiene Aira? ¿A cuántos de verdad les gusta su obra? No se trata de hacer cuestionamientos impertinentes, sino de entender que, así como la eficacia de un medicamento no se puede medir sin probarlo en los pacientes, la literatura no se reduce al texto: involucra también la magia de la comunicación con los lectores, la posibilidad cierta o fallida de conmoverlos o al menos divertirlos. Lo otro es el tristísimo destino de autopsia que depara a los experimentos la voracidad de doctorandos, profesores y críticos.

Confesión de parte

«Escribir novelas era algo que podía descartar de entrada; ese trabajo exigía una paciencia y un oficio que me faltaban. Tendría que decantarme por alguna clase de vanguardismo servicial con el que disimular, con pretexto de innovación o transgresión, mis carencias. Encontrar el recurso adecuado y atraer a los ingenuos que se lo creyeran podía llevarme mucho tiempo», escribe Aira en su novela Prins, escudándose en el narrador, pero con un escudo demasiado delgado y transparente que trasluce su propio rostro. Afirmaciones como esta, por lo demás, abundan tanto en sus entrevistas como en su literatura, que declaró siempre autobiográfica.

¿Qué concluir, entonces? Que Aira nos toma el pelo, en efecto. Su obra tiene mucho de farsa, de diversión personal, de entretenimiento o juego descarado del autor. Pero entrar en ese juego puede ser una experiencia gratificante si uno lo hace sin prejuicios, si permite que el autor le tome sutilmente el pelo, como hacemos con nosotros mismos cuando nos valoramos o juzgamos, o como lo hacen nuestras fantasías desatadas en el sueño, o el ilusionista que nos fascina en un espectáculo de magia.

O quizás la literatura entera sea esa magia: la gran forma de tomarle el pelo a la realidad. Y el hombre, nada más que un niño que juega y sueña, y disimula.

© LA GACETA

Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.

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