Padres e hijos, "empapados" para siempre por el folclore

Carlos Valdez fue el primero en entrar a la música. Sus hijos lo siguieron. ADN y vivencias .

LA DINASTÍA VALDÉZ. Los hermanos Sebastián, Ca Fé y Valentín y el patriarca Carlos comparten un amor por la música folclórica que fue naciendo entre guitarreadas. LA GACETA / FOTO DE JOSé NUNO LA DINASTÍA VALDÉZ. Los hermanos Sebastián, Ca Fé y Valentín y el patriarca Carlos comparten un amor por la música folclórica que fue naciendo entre guitarreadas. LA GACETA / FOTO DE JOSé NUNO

En casa están él y sus tres hijos: Ca Fé, Sebastián y Valentín. Los cuatro completan la parte “musical” de la familia Valdez. Al centro de la mesa se ubica Carlos, el padre, gran artífice de la pasión compartida y encargado de transmitir ese amor por el arte a su descendencia. Al preguntarle sobre cómo se siente al ver que los une algo tan poderoso y tan especial como la música, el patriarca no puede hablar. La emoción lo desborda. “La sensación de poder haber transmitido esto es mi mayor orgullo como padre”, es lo único atina a decir.

Es que el hilo invisible que los conecta traspasa lo físico. Se nota en las miradas y en la complicidad que tienen. Lo que dice uno lo completa el otro; es increíble. “La pasión es algo que se siente o no se siente. Debe estar en los genes, porque nos atrapó a todos”, lanza Sebastián, que intenta encontrarle una explicación a eso intangible que les pasa a los cuatro. Toda esta historia comienza hace unas cuantas décadas: Carlos habrá tenido 10 u 11 años cuando -en un viaje con acólitos de Santo Domingo- visitó Cosquín. “Vi una casa en la que vendían artículos regionales y había colgada una caja que decía ‘Recuerdo de Córdoba’. Venía con un palito; la compré, después compré el otro palito y harté a todos mis compañeros cantando ‘Luna tucumana’, ‘Sapo cancionero’ y ‘Lloraré’, que eran canciones que conocía por mis hermanas. Así entré en la música y a partir de ahí no paré más”, recuerda. Lo que pasó después, fue lo inevitable: sus hijos heredaron el mismo amor.

Descubrimiento

No fue imposición, advierte. Y los hijos lo corroboran. “Como padre los he dejado elegir, por supuesto. Ca Fé (el más musical de los hijos) escuchaba mucho rock, y de folclore nada... Un día, pasando por una iglesia me dijo que había aprendido ‘Salamanqueando pa’ mí’. Así empezaron”, relata, hasta que Sebastián lo interrumpe: “me acuerdo que un día con Ca Fé teníamos que ordenar la pieza y encontramos un casete de Los Chalchaleros. Nos enamoramos; lo cantábamos todo el tiempo, fue como terapéutico empezar a compartir esa pasión”.

Por supuesto que el entorno familiar los ayudó. El padre -con varias décadas en la industria- se codeó con maestros de la escena e, indefectiblemente, sus hijos participaron de eternas guitarreadas durante años. “Era inevitable. La música te ayuda a desarrollar un lenguaje, que puede ser aprendido sistemáticamente, académicamente o por transmisión, como en nuestro caso. Y en ese lenguaje hay una conexión, hay una unión de partes; agudizás el oído para trabajar con el otro y la sensibilidad -reflexiona Ca Fé-; y para nosotros nos resultó fácil eso, porque estar en las guitarreadas te va nutriendo; y el entender el arte como una herramienta de expresión nos ha hecho que decidamos desarrollarlo como parte de nuestra vida”.

Búsqueda fructífera

Durante la semana, “cada uno está en sus tareas -dice Carlos- pero los fines de semana nos juntamos. Y en más de una ocasión aparecen la guitarra, el bombo y las ganas de participar. Hoy a la escena la copan los nietos”. Las hijas de Sebastián (de 17, 15 y 13 años), por ejemplo, jamás se habían interesado por el folclore, pero hace poco le pidieron a su abuelo que les enseñe a tocar el bombo. Y sí, está en la sangre...

El que menos habla es Valentín. Es el más chico (tiene 20 años) y “el bichito musical” le picó hace poco. “De chico no me gustaba mucho, porque me aburría y tenía que sentarme a escuchar... Después, me volví más rapero, pero me comencé a juntar con un grupo de amigos que hacía guitarreadas, y recién a los 16 aprendí a tocar el bombo”, explica. Le cuesta un poco poner en palabras lo que le produce el tocar con su padre: “es impresionante, porque es algo que no lo puedo compartir con cualquiera -reflexiona emocionado-. Lo que yo vivo en la música con mi familia, no lo vivo con mis amigos. No tiene comparación; en la música encontré amor, y el subirnos a un escenario y mirarnos es buenísimo, y me hace sentir bien. Estoy agradecido del padre que tengo”.

Comparten esta pasión en las comidas familiares, en el día a día, en las salidas al campo, en los escenarios y también en el taller donde hacen bombos. La música está en todos lados. “Lo más valioso es acompañar a una persona en su búsqueda genuina, y nosotros somos muy agradecidos porque hemos tenido ese apoyo de nuestros viejos. Buscamos diferentes cosas, pero nos encontramos acá”, considera Ca Fé. “Y todo gracias al viejo -dice Sebastián-. Somos esto; el folclore nos viene envolviendo desde siempre”.

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