La peregrinación jubilar avanzaba en silencio y oración. Entre las filas de fieles, una imagen se destacaba: Ramona Rosa Sarabia, misionera de la Virgen de Schoenstatt de 66 años, cargaba sobre sus hombros un altar blanco cubierto de flores, con la figura de María en su centro. A su alrededor, otras mujeres acompañaban el paso lento y firme, formando una estampa viva de fe. En el barrio Oeste II de San Miguel de Tucumán, donde vive Ramona, la fe se hace camino todos los días. Su colaboración con las parroquias de San José y Espíritu Santo es un hilo constante en su vida.

La reciente pérdida del Papa Francisco dejó una huella profunda en su corazón, pero el legado de amor mariano y fraternidad que dejó sigue resonando. “Que brille para él la luz que no tiene fin, y que nos contagie todo ese amor a María y a nuestro hermano”, expresa. También recuerda su llamado a “hacer lío” por la fe, aunque hoy no siempre encuentre eco. “Mucha gente te ve y se mete adentro… pero hay que seguir”, lamenta.

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Criada en una familia humilde y numerosa en Famaillá, Ramona encontró su camino de servicio de adulta. Un embarazo riesgoso la llevó a buscar refugio espiritual en la iglesia de María Auxiliadora. “Me iba temprano a postrarme ante el Señor y a suplicarle por la salud de mi bebé”, cuenta. Su devoción conmovió al sacerdote Beltrán, quien la invitó a unirse al grupo de misioneros. Su hija nació sana y es un testimonio vivo de su fe.

El anuncio de un Papa argentino también marcó su historia. “Me acuerdo patente de ese día”, dice. Estaba trabajando con su hijo y, ansiosa, quiso ver el humo blanco. Al escuchar el nombre de Jorge Bergoglio, las lágrimas la desbordaron. “¡Mirá, el cielo se puso celeste y blanco, se formó la bandera argentina en el cielo!”, le decía a su hija, quien terminó llorando de alegría. Madre de cuatro hijos, Ramona reconoce en cada uno de ellos distintos grados de fe. Junto a su esposo, también misionero, vive de la venta ambulante. “Vendo golosinas en mi barrio Oeste II, también en Tafí Viejo o San Pablo”, cuenta.

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Así, paso a paso, los peregrinos de Tucumán honraron el último deseo del Papa Francisco: mantener encendida la llama de la esperanza. No fue una despedida, fue una promesa. Caminar, siempre.