Reptando por un agujero de 37 por 54 centímetros. Así entró Valeria Cannata a una tumba milenaria en Luxor. Y sacó fotos, porque esa es una de sus muchas pasiones. A esa altura ya estaba enamorada de Egipto.

* * *

“Soy polifacética”, subraya Valeria. Lo dirá varias veces durante la entrevista en el bar del Hilton, a la que llegará puntual -aunque sin tiempo para cambiarse el ambo- tras una extensa jornada de trabajo en el hospital Belascuain de Concepción. Y eso que vino manejando despacio, por temor a quedarse sin nafta. Hay un punto, que ella explicará en detalle, en el que se encuentran la médica dermatóloga y la licenciada en Artes Plásticas que por estos días expone sus fotos en el Museo Nacional de Bellas Artes.

EN BUENOS AIRES. Así se ve la muestra curada por el dúo Baur-Burucúa.

* * *

A esas imágenes las capturó en Luxor, uno de los más formidables sitios arqueológicos del planeta. Allí, 658 kilómetros al sur de El Cairo, se erigía la antigua ciudad de Tebas, capital del imperio egipcio durante 1.500 años. Es tan colosal la herencia de templos, monumentos y tumbas, que el sistemático saqueo de riquezas practicado a lo largo de la historia está lejos de haber develado todos los secretos que Luxor protege en sus entrañas. Por eso Valeria quiere volver.

* * *

Lo que no recuerda con precisión es cuándo apareció la antigüedad en su imaginario. ¿Será cierta nostalgia heredada de los abuelos sicilianos? “Italia, Egipto... No sé, siempre me atrajo. Supongo que tiene que ver con la historia del arte”, sostiene. Esa fue, precisamente, su asignatura favorita en la Facultad de Artes de la UNT, donde obtuvo el título “ya de grande”. Durante el cursado conoció a una figura clave en este relato: la egiptóloga tucumana Silvina Vera. Ella le abrió la puerta de ese microcosmos suspendido a orillas del Nilo.

EN LA TUMBA DE AMENMOSE. Detrás se aprecian los jeroglíficos.

* * *

Producto de su intrincado y profundo sistema de creencias, los rituales funerarios eran estructurantes de la antigua sociedad egipcia. Con semejante impronta religiosa, los sacerdotes rivalizaban en cuanto a prestigio y a poder con los faraones, por más rango divino que se le adjudicara al rey de turno. Pues bien, Luxor está sembrado de tumbas, todas estrictamente separadas por la casta de sus ocupantes. Está el famoso Valle de los Reyes, claro, y muy cerca, el Valle de los Nobles. Allí reposaba Amenmose, jefe de canteros, un puesto que en tiempos del imperio gozaba de altísima reputación.

* * *

EN UN PRIMER PLANO. La fotógrafa fotografiada en plena tarea.

De la mano de Vera -en cuya cátedra oficiaba de ayudante estudiantil-, Valeria se sumó al Proyecto Amenmose. La campaña ciento por ciento argentina y dirigida por la Dra. Andrea Zingarelli (de la Universidad Nacional de La Plata) brindó a los investigadores la posibilidad de viajar entre diciembre y enero, cuando el calor es más tolerable. “Nunca había hecho fotografías de una tumba”, cuenta Valeria. Y la primera impresión fue extrema, ingresando por ese pequeño boquete abierto por antiquísimos saqueadores. Sin puerta, sin escalera, sin comodidad. “Entrás gateando”, resume.

* * *

La tumba de Amenmose es pequeña, con forma de T. Todo valor material ya había sido robado. Quedan los jeroglíficos, fragmentos del pasado, paredes heridas por el tiempo y por el saqueo. Pero para Valeria ese espacio mínimo era un universo. “Siempre me gustaron los huesos, las cosas mágicas -afirma-. Para alguien que estudia arte, estar en una tumba egipcia es lo máximo”.

* * *

En esta historia de desierto, arena y ruinas van acumulándose los giros. Para Valeria uno fue inesperado y teñido de tucumanidad. Durante su primer día en Luxor un hallazgo la descolocó por completo: “llego y veo caña de azúcar. No podía creerlo”. De pronto, el paisaje africano se mezclaba con la memoria de la infancia, cuando jugaba entre los cañaverales. Tucumán y el Nilo, un solo corazón. Pero el segundo vistazo le permitió comprobar que las cosas no funcionan de la misma manera.

* * *

Lo que vio en Egipto fue una escena detenida en el tiempo: cosecha manual, sin maquinarias como las que cruzan la ruralidad tucumana, incluso sin machetes. “Usan como una azadita chiquita. Cortan abajo el canuto y después pelan con las manos”, explica. Manos ajadas, anchas, curtidas por la hiperqueratosis del trabajo continuo. Sólo los más jóvenes usan guantes, y a veces están rotos. “Hay gente muy pobre”, dice sin énfasis, como constatando un hecho. Pidió permiso y tuvo apenas media hora para fotografiar la cosecha. Esos minutitos se transformaron en una muestra realizada en el Museo de la Industria Azucarera, en el parque 9 de Julio. Un diálogo visual entre dos territorios distantes unidos por un mismo gesto ancestral: cortar, pelar, cargar, resistir. “Fue una fusión entre la cosecha de la caña en Tucumán y en Egipto. Me parecía algo mágico”, apunta.

* * *

Para el segundo viaje, en 2023, Valeria ya no llevaba sólo la cámara. Iba cargada de preguntas. Por entonces se había sumado al Proyecto Escuela “Un libro es un libro”, orientado a la formación integral en publicaciones de artista y liderado por Natalia Silberleib. Ella le propuso pensar la producción en Egipto como un proyecto integral. Y apareció la cuestión de los escarabajos.

* * *

Como amante de la naturaleza que se define, Valeria dibujaba escarabajos. Sincronicidad que le dicen: en la cosmovisión del Antiguo Egipto, el escarabajo es el dios Jepri (Khepri), símbolo del sol naciente, del renacimiento, de la vida que vuelve después de la muerte. El escarabajo pelotero empuja su esfera de estiércol, la entierra, deposita allí sus huevos, y de la materia en descomposición nace una nueva vida. Para los egipcios era una metáfora perfecta del más allá. Entonces Valeria decidió hacer algo simple y poderoso, tal vez un poco extraño: pedirles a los excavadores de Luxor que hicieran un alto en su afán por encontrar tumbas, dibujaran un escarabajo y escribieran qué significaba para ellos.

* * *

Valeria no sabía bien para qué lo hacía. Llevaba pequeños papelitos escondidos en la riñonera, rotuladores finos, y en los descansos de la excavación repartía hojas. Algunos escribieron. Otros sólo dibujaron. Después, esos trazos encontrarían el camino para ser piezas centrales de su obra.

* * *

Mientras tanto, Valeria había fotografiado a los excavadores con una mirada afectuosa. “A ellos les encanta que les saques fotos. Posan todo el tiempo”, describe. Hombres de manos duras, capaces de leer en la piedra, de avanzar despacio hacia culturas enterradas. Investigando, descubrió que la tradición de excavadores tiene un origen preciso. A fines del siglo XIX, durante el auge de la egiptología europea, el arqueólogo inglés William Petrie formó a los habitantes de una aldea llamada Quft (de donde viene el nombre “qufti”) como mano de obra especializada. El oficio se transmite de generación en generación. Muchos no terminan la escuela. Aprenden en el desierto, junto a sus padres y abuelos. “Son como ‘las manos ocultas’ de la arqueología”, dice Valeria. Sin su trabajo paciente, la historia no saldría nunca a la luz.

* * *

Egipto inauguró su impactante Gran Museo de Faraones tras 20 años de espera

Apareció la conexión final: los qufti, con su trabajo silencioso, permiten el renacer de la cultura egipcia; el escarabajo, en la mitología, es el símbolo de ese renacer. La obra estaba completa.

* * *

El 18 de noviembre se inauguró la exposición en Buenos Aires, titulada “Ciencia y fantasía. Egiptología y egiptofilia en la Argentina”, curada por los expertos Sergio Baur y José Burucúa. Valeria aporta a esta muestra colectiva fotografías de la excavación, los dibujos de los escarabajos hechos por los trabajadores y pequeñas esculturas cerámicas -escarabajitos modelados por ella misma- que sellan esa unión simbólica entre mito, trabajo y memoria.

* **

El excavador de tumbas y el pelador de caña conviven en los registros visuales de Valeria. Trabajadores anónimos, cuerpos marcados por el esfuerzo. Actividades transmitidas por herencia. Formas diferentes de entrar en la tierra; una para sacar azúcar, otra para sacar historia. Tucumán y Egipto. La zafra y la excavación. El calor pegajoso del norte argentino y el sol vertical del desierto africano. Por medio del arte siempre hay maneras de unir puntos, por más lejanos que parezcan.

* * *

La excavación en Luxor es también una torre de Babel. Se mezclan especialistas de distintas partes del mundo, lenguas cruzadas, técnicas diversas. Para los arqueólogos es la cima de la vida profesional. Para Valeria fue otra cosa. “No soy egiptóloga, soy artista. Ni siquiera me considero fotógrafa. Lo mío es hacer arte”, advierte. Pero un hilo quedó tejido y de ahí la idea de retornar, aunque ya no a una campaña científica. Pretende caminar sin horarios, sin presión, fotografiando la vida diaria. “Me encantaría hacer una exposición allá”, anhela. Y también están los amigos, como Alí, un jefe de excavadores que la invitó a conocer su casa/museo repleta de fotos, bastones antiguos, recortes de diarios y memoria familiar.

Encontraron una ciudad con más de 2000 años sumergida en Egipto llena de tesoros antiguos

* * *

Valeria fotografía en digital. Usa una Canon R6. Edita poco (“hice millones de cursos, pero mis fotos tienen poca edición”). Su búsqueda, recalca, no pasa por lo artificial sino por la captura directa. Por eso no prepara escenas ni repite tomas: “me aburro. La foto es una sola. Si sale, sale. Y si no sale, no sale”. Le gusta enfrentar lo desconocido. La sorpresa. El error. El golpe de intuición. Hace naturaleza, culturas, calle. Trabaja cada vez más con fotografía expandida, alejándose del soporte tradicional. En el Museo Nacional de Bellas Artes se impone cierta estructura, pero su deseo la empuja hacia los márgenes.

* * *

“Soy polifacética”, reitera Valeria, y vuelve a una cuestión que la moviliza, allí donde el arte y la medicina se dan maña para confluir. “En realidad se encuentran todo el tiempo”, enfatiza, y en cierto modo ella se convierte en catalizadora de esos cruces. Por ejemplo, tomó clases sobre el arte en la medicina y hoy brinda charlas sobre el tema a los jóvenes en Concepción. Las inquietudes la asaltan en todo momento, así que un día decidió sacarles fotos a las mesitas de luz y desarrolló una memoria conceptual totalmente distinta de lo que sucede en un hospital. Abre el celular y las muestra. “Acá está la obra”, sintetiza.

* * *

De repente, Valeria se dio cuenta de que estaba participando en cuatro exposiciones a la vez. A saber: la del Museo de Bella Artes con sus impresiones egipcias; otra en el Museo de Arte Español “Enrique Larreta”, también en Buenos Aires, con aves que fotografió para la muestra “Naturalia o de la diversidad del mundo”, bajo curaduría de Pablo La Padula (en el marco de Bienalsur); otra en Rosario; otra en La Rioja. Así que confiesa que está cansada; teme que el agotamiento le quite espacio a la creación. A la vez se lamenta: “había otra posibilidad en Salta y me dije ¡cómo no estoy ahí!”

* * *

La caña de azúcar bajo el sol de Luxor, los escarabajos dibujados con manos curtidas, el orificio mínimo por donde entró gateando al corazón de una tumba, la mirada de los excavadores que parecen perforar el lente de su cámara. Y también está Tucumán, recuerdo y al mismo tiempo punto de partida para que una artista pueda viajar a Egipto y, sin dejar de ser quien es, regrese con otro mundo entre las manos.

Perfil: la especialista

Valeria Cannata (52 años) se formó inicialmente como Médica Dermatóloga (UNT, 2004) y luego estudió la licenciatura en Artes Plásticas, egresando de Taller C (UNT, 2021). Recibió las becas de estudio en artes visuales PILA (Bogotá, 2019) y EVC CIN (Tucumán, 2022). Expuso sus trabajos en numerosas muestras.