A Mika Brunold lo conocen mucho menos que a Novak Djokovic. No es número uno del mundo, no tiene Grand Slams, no llena estadios. Es un suizo de 21 años, 310 del ranking, que juega sobre todo Challengers. Sin embargo, cuando hace unos días publicó en sus redes una foto y escribió “soy gay”, la noticia cruzó fronteras mucho más rápido que cualquiera de sus resultados. Lo mismo pasó con João Lucas Reis da Silva: un brasileño que ronda el puesto 200, que se mueve entre torneos Challenger, y que se convirtió en “el primer tenista profesional en actividad que se declara homosexual”.

Cada tanto, el deporte nos ofrece un recordatorio incómodo: seguimos esperando que alguien explique lo que no debería necesitar explicación. Y entonces reaparece la pregunta que parece simple pero no lo es: ¿qué nos interesa más, el deporte o la sexualidad de quien lo practica?

En un mundo ideal —como dijo Brunold— nadie tendría que “salir del clóset”. Pero en este, cada confesión se recibe como si destapara un secreto estatal. No hablamos de rankings ni de estadísticas. Hablamos de intimidad. Del tipo de intimidad que, paradójicamente, se vuelve pública apenas se pronuncia.

¿Qué nos pasa todavía como sociedad que seguimos esperando esa escena casi litúrgica en la que alguien confiesa su sexualidad? ¿Por qué necesitamos que lo diga? Tal vez porque, como sugiere Michel Foucault (filósofo, historiador, sociólogo y psicólogo francés), la sexualidad nunca fue del todo privada. En Historia de la sexualidad, explica cómo las sociedades occidentales convirtieron el deseo en un asunto que debía contarse, clasificarse y, sobre todo, vigilarse. La confesión, dice él, no es un acto espontáneo: es un ritual social que organiza qué consideramos “verdad” sobre una persona. Y algo de esa lógica sigue viva. No alcanza con ver cómo es alguien en un deporte. Necesitamos saber quién es afuera de la cancha para completar la biografía.

Pero hay algo más. Eva Illouz (socióloga y escritora franco-israelí) sostiene que, en las sociedades capitalistas, la intimidad se volvió un bien de consumo. No sólo queremos saber cómo viven los demás: queremos ver su deseo, recortado, convertido en contenido. Una confesión amorosa, un video llorando, una foto de pareja: todo circula como mercancía emocional. Lo íntimo también se cotiza. Y en esa circulación, la sexualidad ajena se vuelve un pequeño producto cultural que consumimos sin darnos cuenta.

La semana en que Brunold escribió sus cuatro líneas en Instagram, otra noticia corrió en paralelo: por primera vez, Miss Inglaterra (Grace Richardson) fue ganada por una mujer abiertamente lesbiana. Un certamen que históricamente premió la versión más clásica —y heteronormativa— de lo femenino coronó a alguien que, hasta hace muy poco, habría sido considerada “fuera de la norma”. No es deporte, pero es otro territorio donde la sexualidad funciona como narrativa colectiva. Cambia quién gana; no cambia el hecho de que su deseo sea parte de la historia.

En Argentina, el basquetbolista Sebastián Vega lo dijo con una honestidad que todavía incomoda: “Hasta que salí del clóset, estaba partido en dos; ocultar mi sexualidad como si fuera una vergüenza me llevó a lugares muy oscuros”. Él no hablaba de rendimiento, ni de contratos, ni de presiones deportivas. Hablaba de un silencio que le exigían los demás, aun sin decirlo. Hablaba del costo emocional de interpretar un papel que todos esperaban para no alterar la comodidad general.

Eso es lo que aparece, también, en el tenis masculino: una mezcla de machismo, tradición y esa fantasía persistente de que la masculinidad es incompatible con cualquier desviación del libreto. El circuito femenino tiene jugadoras abiertamente lesbianas desde hace décadas. Billie Jean King, Martina Navratilova, Nadia Podoroska, Daria Kasatkina. Ninguna rompió el tenis. Ninguna dañó la competencia. Ninguna hizo que la WTA perdiera un sponsor. Sin embargo, en el tenis masculino la homosexualidad sigue siendo tratada como un rumor delicado, una anomalía de la que se habla en voz baja.

No se trata de que no existan jugadores gays: se trata de que el sistema sigue esperando que su vida privada permanezca en la sombra para que nada cambie demasiado. Lo dijo el propio Reis da Silva: “Escuché muchos comentarios homofóbicos en los gimnasios y en los torneos. Intentaba parecer algo que no era”. Su confesión —esa palabra que Foucault desarma tan bien— fue también un alivio. De ahí en adelante, jugar dejó de implicar actuar.

Y entonces volvemos al principio. ¿Qué nos interesa cuando un deportista habla de su sexualidad? ¿Saber quién es realmente? ¿Reafirmar nuestra idea de diversidad? ¿O consumir un pedacito de intimidad ajena para tranquilizar nuestra propia curiosidad?

La visibilidad importa: un adolescente que juega al tenis en cualquier club del país puede ver a Reis da Silva o a Mika Brunold y entiende que no está solo. Pero también es cierto que cada vez que un deportista dice “soy gay”, la conversación se desplaza hacia lo personal como si lo personal fuera un detalle que nos debe. Como si ese acto de sinceridad tuviera que repetir, años después, un ritual que debería estar obsoleto.

Quizás el problema no sea que nos interesa la sexualidad de los deportistas, sino ¿por qué nos interesa y para qué necesitamos esa información? ¿Por qué esa curiosidad persiste incluso cuando sabemos que no nos corresponde? Foucault hablaría de vigilancia; Illouz, de consumo emocional. Ambos coinciden en algo: cuando la intimidad se vuelve pública, no siempre es por decisión propia.

Algún día, tal vez, la noticia no será que alguien dijo “soy gay” en medio de su carrera. La noticia será que esa frase ya no cambia nada. Que no hay que explicarla, defenderla ni justificarla. Que el mayor dato relevante seguirá siendo el marcador, no el nombre de la persona que lo espera del otro lado de la puerta del vestuario.