Conducir la sesión preparatoria de la Cámara de Diputados es un honor conferido al anciano sabio de la tribu. Así podría calificarse al integrante de más edad del cuerpo, ¿no? Un legislador que cargue el valor de la experiencia al cabo de una prestigiosa carrera política. Y allí fue Gerardo Cipolini (radical, chaqueño, 82 años).

Para qué.

A la presunta sabiduría que aporta la edad, Cipolini la disimuló tan bien que quedó como un energúmeno. Tanto por lo irrespetuoso, rancio y desubicado de los comentarios (“¡qué buena está la peruca!”) como por su incapacidad para poner algo de orden entre la masa de barrabravas investidos por el voto popular que, uno a uno, prestaban juramento.

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Asumieron los 127 diputados elegidos en octubre y al cabo de la lamentable sesión se derramó una catarata de calificativos. Por ejemplo, comparando al Congreso con un circo. Y no, no va por ahí. Para empezar, porque el circo es un espectáculo brillante, capaz de fascinar, y sujeto a reglas que lo convierten en un maravilloso caos organizado. Es muy serio lo que sucede en las entrañas del universo circense -el trabajo, el rigor del ensayo- y por eso funciona lo colorido y divertido de su puesta en escena. El Poder Legislativo argentino es todo lo contrario. Más respeto para los circos.

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Los gritos, las acusaciones cruzadas, las amenazas, las interrupciones deliberadas, los juramentos bizarros e inexplicables; todas esas escenas recorrieron el mundo en tiempo real. Pura estética de escándalo y tono de descomposición. No fue un hecho aislado, por supuesto, pero sí funcionó como síntoma brutal de una degradación más profunda. Es la erosión sostenida de las instituciones, la banalización de las formas democráticas, la sustitución del debate por el espectáculo y la normalización del conflicto como método. Lo que debía ser un acto de investidura terminó convertido en un campo de batalla.

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Juan Grabois le muestra tres dedos a Karina Milei, equivalentes al porcentaje que le habría correspondido por el saqueo de la Andis (según los audios de Diego Spagnuolo). ¿El hábito hace al monje? Grabois no piensa así, por lo que juró en jeans y remera, outfit que en otros tiempos no le hubiera permitido ingresar al recinto. Todo un contraste con el despampanante vestido de gala que lució Virginia Gallardo. Poco después, a Jorge Taiana le gritan “asesino”, en referencia a su militancia setentista. Los peronistas Vanesa Siley, Teresa García y Horacio Pietragalla juran “por la inocencia de Cristina Kirchner”, lo que genera una ola de alaridos y de risotadas desde la barra libertaria, orientada desde un palco por el Presidente de la Nación.

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Segundo a segundo, las redes sociales hacían de caja de resonancia por medio de videos editados en clave de meme, transmisiones en vivo con relatos partidizados y repeticiones infinitas de los gritos más estridentes. “No es un episodio pintoresco, se trata de un quiebre en la gramática básica de la vida institucional -analiza el politólogo Andrés Malamud-. Las democracias no sólo se sostienen por reglas escritas, sino por normas informales de comportamiento. Cuando esas normas se rompen públicamente y sin sanción, el daño es mucho más profundo de lo que parece”.

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En política las formas no son un detalle. La penosa sesión de juramento expuso algo más que una suma de desbordes individuales. Mostró una escena de poder sin autocontrol, sin pedagogía cívica, sin registro del mensaje que se transmite a una sociedad ya cansada de la confrontación permanente. “El problema no es sólo que se gritara -apunta la politóloga María Esperanza Casullo-. El problema es que el grito se convirtió en el lenguaje legítimo del poder. Eso tiene consecuencias culturales, institucionales y pedagógicas. La política deja de ser un espacio de argumentación y pasa a funcionar como un ring”.

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Alejada de la banca que suele ocupar, Lilia Lemoine se instaló cerca del sector de los juramentos. No fue inocente. La misión de la diputada era chucear a los opositores, y el bloque de izquierda mordió el anzuelo. Tras jurar por “el colectivo de la discapacidad, las niñas y niños masacrados en Gaza” y contra la intervención de Estados Unidos en Venezuela, Nicolás Del Caño le gritó: “¡tomá, tomá!” De paso, apostilló: “está la represora de Bullrich ahí”. Lemoine estaba en su salsa y fue Myriam Bregman quien intentó ponerla en caja: “¡que esta señora se calle la boca, porque la verdad que nos tienen recansados!”

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Una particularidad del escándalo fue su transversalidad. No se trató de un solo bloque, ni de un solo sector ideológico. Las groserías, las provocaciones cruzadas, los gestos obscenos y las descalificaciones personales emergieron desde todos los ángulos. La degradación fue colectiva y, por eso mismo, más preocupante. Se trata, apenas, de la punta del iceberg.

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Hace tiempo que la Argentina convive con signos persistentes de desgaste: el uso sistemático del decreto por encima del Congreso, la judicialización extrema de la política, el desconocimiento del adversario como interlocutor legítimo, la sustitución del programa por el eslogan, la lógica de la viralización como criterio de acción política, y una extensa cadena de etcéteras. Mientras tanto, queda claro que jugar para la tribuna es lo que rinde, entonces cada grito no es una descarga emocional, sino un mensaje para las redes, una toma de posición identitaria, una marca registrada. La política convertida en performance.

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De ese acting se desprende el desmadre total en el que se convirtieron los juramentos. Por ejemplo, no hay dios ni patria ni constitución ni pueblo que puedan demandarle algo a una diputada como la peronista María Elena Velázquez, que juró por Guillermo Moreno (“un compañero que ha demostrado lealtad”). Lemoine la mandó a callar y se armó otra trifulca. El sentido simbólico del juramente quedó absolutamente vaciado de contenido. Es casi un chiste; un compromiso tan desamparado que deja de serlo.

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“Lo que vimos es una crisis de autoridad que no es personal, sino sistémica -sostiene Casullo-. Ya nadie cree demasiado en el peso de los cargos, de los reglamentos, de las investiduras. Todo se volvió discutible, incluso las reglas del juego”. La calidad institucional de un país no se mide sólo por sus leyes, sino por la capacidad de hacerlas cumplir, por la previsibilidad de sus decisiones y por el respeto a sus procedimientos. Cada episodio de desorden extremo deja una huella que no se borra con facilidad. La sesión de Diputados evidenció las dificultades crecientes para garantizar reglas básicas de convivencia política que se registran en la Argentina.

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Mientras los diputados se gritaban, millones de ciudadanos miraban la escena por televisión, celulares y computadoras. Algunos con bronca, otros con ironía, otros con resignación. Muchos con una mezcla de todo. Muchísimos indignados por las actitudes del bando rival y justificando todo el accionar de los propios. Y muchísimos más ni se interesaron. El corolario es que la repetición del desorden anestesia. Lo que antes escandalizaba, ahora apenas sorprende. Lo que antes generaba indignación, ahora se consume como un capítulo más de una serie bizarra. “Ese es quizás el daño más profundo -advierte Casullo-. Cuando la sociedad se acostumbra a que sus instituciones operen mal, empieza a bajar sus expectativas de la democracia”.

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¿Queda todavía algún límite que no estemos dispuestos a cruzar? Hace unos días, ese mismo Congreso fue escenario de un grotesco y lamentable acto en favor del movimiento antivacunas, justo cuando reaparecen enfermedades como el sarampión y la tos convulsa, producto justamente de la caída en la vacunación. La consecuencia es que están muriendo niños. Otra pregunta se instaló entonces, tan pertinente para ese episodio como para la sesión del escándalo: ¿en qué momento llegamos a esto?