Una ciudad abierta sólo para atender a los turistas, un pueblo completamente entregado a una grandísima fiesta popular, gente de todas parte que llega con la única finalidad de pasar unos días de marcha. Pamplona (la capital de Navarra, al norte de España) vive estos días los sanfermines, un término que en si mismo debiera significar desenfreno, locura, pasiones, celebración, juerga, música de toda calidad, multitud de gente. Son nueve días para pasarla sin la menor preocupación, entregados a la alegría de beber mucha cervezas, sidras, vinos y otros cuantos alcoholes que se encuentren por ahí (agua, soda o gaseosa, !ni en broma!). Unos cuantos minutos de encierro, esa salida de los toros por una calle estrechísima de unos 840 metros de largo desde las 8 mañana que culmina en la plaza de toros del pueblo implica el final de la jornada. Sí, después de ver pasar a los toros, apretujados como sardinas, bamboleándose entre la muchedumbre, algunos dispuestos a pagar hasta 100 euros por un balcón o una ventana que limite con ese callejón del casco antiguo (sólo unos cuantos, los más jugados y los profesionales se atreven a guiar la manada), la mayoría resuelve tumbarse al sol en cualquier parte del pueblo, tras el largo día y la pesada noche. Los hoteles están siempre llenos, tanto como las plazas, los parques y las casas de familia, así que no hay problema para dormirse en cualquier lado. Lo he visto, lo tengo grabado en mi retina. Incluso, ni siquiera hay lugar para la resaca...en serio. En cuanto a los riegos, diría que pasan cosas en un ambiente tan desbordado, pero la policía hace lo suyo, atenta y rigurosa.
Nunca vi a tanta gente beber tanto, de a uno y juntos, en grupos de amigos, en familias, jóvenes y chicas, hombres y mujeres de mil ralea. !Otra que beberajes! Los que creen que por aquí hay alguna medidas de comparación con lo que sucede en Pamplona están lejos de la realidad. Son días de calor, a veces de llovizna; cerca de los Pirineos el clima tiene sus vueltas, pero no le hace. Ahí están: caminando (a veces a los tumbos) entre la Plaza del Ayuntamiento, donde se inicia todo y la Plaza del Castillo (en el centro), donde los bares, kioscos, gazebos, almacenes, súperes, drugstores y tenderetes atienden a legiones de demandantes. Bandas de música reconocidas, grupos de musiqueros que se juntan en el momento, solistas, coros completos y orquestas de gran cuna se desplazan con su música y cantos y dan baile por las callejas estrechas y atestadas de restos de comida y botellas y de individuos marchosos. Por las mañanas, cuando la movida se calma un poco, cientos de operarios tratan de limpiar el desquicio; se apuran porque la jarana no tiene mucho espacio en blanco; aquí sí la fiesta es continua. Todos, con el pañuelo rojo al cuello, muchos con camisas blanca -el símbolo de la festividadlos demás, como sea. Son también días de oro para el comercio y la economía que vende todo y de todo (miles de pañuelos, stickers, banderas, cerámicas, por caso). Caro y barato, los pamplonicos se preparan todo el año para el mercadeo y el aluvión de estos días. Los que trabajan para los turistas se desloman, pero hacen diferencia, la alcaldía suma unos buenos ingresos. En el Café Iruña, los bares Eslava, Txoko, El Fitero, La Dolce Vita, el Roch y en el Bar Nuevo Casino, donde está emplazada una estatua en tamaño natural de Ernest Hemingway, que rodean la plaza céntrica no caben ni un alfiler y los camareros atienden día y noche; almuerzo a toda hora, cena y tapas, en cualquier sitio.
He leído que se trata de un hecho popular y cultural singular que nació en la Edad Media; se que el gran Ernest la difundió al mundo cuando se entregó a los placeres y escribió "Fiesta" en 1926. Pamplona no tiene más de 130.000 habitantes, pero por estos días la trajinan más de 2.000.000 de visitantes. Por mucho que se haya recorrido seguro que vale la pena estar ahí. San Fermín es único por dónde se la mire, se la sienta o se la viva. Después de esos días, muchos podrán decir que no habrá fiesta igual. ¡Se los aseguro! "Gora (viva) San Fermín, gora...".