A las 7 todavía está oscuro, al menos en invierno. Además, hace frío. Los cuatro hombres que esperan afuera de un café, cerrado, han subido los cuellos de sus ropas hasta taparse las narices. Llevan las manos en los bolsillos y unas maldiciones echadas sobre el quinto, que se ha quedado dormido. De lo contrario, ellos estarían adentro. Mauro Ríos -20 años y dos lunares simétricos en las mejillas- se muestra tranquilo ante la contingencia, en parte por su temperamento apacible y en parte porque sólo necesita unos minutos para llenar los azucareros, colocar las servilletas, acomodar las sillas y organizar los diarios.
Mientras llega el que tiene las llaves, Mauro cuenta que en este bar, localizado al costado de la avenida Perón, en una zona de cañaverales y de countries, sirven mesas de modo constante, sobre todo durante la mañana y en la noche.
Dice que en un rato vendrán tres profesores de tenis y se sentarán ahí (señala con el brazo extendido y el dedo índice hacia el centro del salón).
Que el vicepresidente de un club de fútbol le pedirá un cortado.
Dice, también, que entrará una chica que desparramará su "papelerío", encenderá una computadora y permanecerá hasta el mediodía.
Y que, como ella, hay varios más que utilizarán el café como oficina.
En ese momento aparece el encargado, y entra, perseguido por Mauro, por otro mozo, por el cocinero y por el lavaplatos. Son las 8 de la mañana y el restaurante ha sido abierto. El cielo es ahora una hoguera naranja que esparce su resplandor. Adentro, las luces tenues invitan a prolongar la modorra. De a poco, las mesas comienzan a ocuparse. En la radio suena una canción de rock: Nos conocimos sin saber que un cigarrillo y un café serían excusas para el tiempo de los dos. Una hora después, el bar es un hervidero. Bulle la cafetera. Van y vienen los mozos. Habla la gente. Hay quiénes discuten de negocios y quiénes hablan de política. Los que han venido solos ponen mucho reposo en las operaciones de mover el café, echar el azúcar y cucharearlo. Es lo único que hacen durante su estadía, así que lo estiran hasta lo más. Otros, con los anteojos en las aletas de la nariz, le dan vueltas al diario.
Fernando y Martín, los tenistas, se han ubicado en el lugar anticipado por el mozo.
También está José Hugo, con quien Mauro conversa sobre fútbol.
A Florencia (la de los papeles), le sirve un café con leche con tostadas, mermelada y queso untable.
Hace hora y media que el mozo camina a través del pasillo de mesas, con la bandeja en alto. La temperatura ha subido, aunque no tanto como para las mangas cortas que lleva él. Con tanto ajetro, no siente frío.
- ¡Mauro haceme un cortado en jarrita! -le pide en voz alta un cliente que acaba de entrar, sin siquiera haber elegido antes la mesa en la que se va a sentar. Los habitués -como este hombre- lo saludan por su nombre. Y él les devuelve la venia de la misma manera.
Al igual que las tardecitas de Buenos Aires, los cafecitos de Yerba Buena tienen ese qué sé yo, ¿viste?...