El 5 de septiembre de 2013 el papa Francisco se dirigió a los líderes del G-20 -la plataforma de gobernabilidad global surgida después de la crisis financiera internacional desatada en EEUU por la caída de Lehman Brothers (15/09/08)-, y les reclamó descartar el uso de la fuerza militar en la crisis siria, que consideraba “inútil e irrelevante” para resolver el conflicto.
La guerra civil siria se había transformado en un desafío mayor a la gobernabilidad del sistema mundial, al haber utilizado el gobierno del presidente Bashar Al-Assad -en la estimación de EEUU, Gran Bretaña y Francia- armas químicas en contra de su población civil, lo que habría ocurrido en las afueras de Damasco, en la madrugada del 21 de agosto. Allí murieron asfixiados más de 1.400 ciudadanos sirios, incluyendo 450 niños menores de 10 años.
Por eso, en la primera semana de septiembre, el Congreso de EEUU se aprestaba a votar la autorización para que el gobierno del presidente Barack Obama lanzara una ofensiva misilística contra más de 400 blancos ubicados en unidades militares y del sistema de defensa sirio.
En esas condiciones, y frente a la mayor crisis internacional de la segunda década del siglo XXI, el papa Francisco asumió una posición política fundamental, de nítida e inequívoca oposición a la intervención militar de EEUU que se aprestaba a ocurrir en uno de los países más estratégicos de la región más estratégica del mundo.
Siria es aliada de Irán, y está dotada de una potencia militar comparable en arsenales y capacidad de combate con la de su principal vecino, que es Israel.
Lo notable del reclamo de Francisco fue que su llamado a rechazar la intervención militar estadounidense tuvo éxito. No fue sólo una manifestación de rechazo moral, como la de Benedicto XV, rogando poner fin a la “carnicería sin sentido de la Primera Guerra Mundial”, o a la de Juan Pablo II, implorando evitar el choque de las armas en Irak (2003), sino que la exigencia de Francisco fue un hecho político, que modificó el curso de los acontecimientos, y esto ocurrió en un episodio de crisis internacional de enorme importancia.
El resultado es que Francisco se ha transformado en una de las principales figuras políticas del siglo XXI.
El Papa se dirigió el 4 de septiembre de 2013 a Vladimir Putin, presidente de la Federación Rusa, en su condición de titular de la cumbre del Grupo de los 20, reunidos en San Petersburgo.
Ante todo, reconoció al G-20 su condición de plataforma global para lograr “una buena gobernabilidad del sistema”, cuya estabilidad, especialmente en el sector financiero, se había visto “gravemente afectada” por la crisis del 2008.
También advirtió Francisco que la economía mundial funciona hoy “en un contexto altamente interdependiente” como consecuencia de la globalización, que es el hecho central de la época, y que por eso es necesario que “la estructura financiera funcione con sus propias y justas reglas, en orden de lograr un mundo más equitativo y fraternal, en el que sea posible superar el hambre, asegurar el empleo decente y la vivienda para todos, así como los esenciales cuidados de la salud”.
En estas condiciones de integración global, “la economía mundial sólo podrá desarrollarse si impulsa una forma de vida dignificada para todos los seres humanos (…), y no sólo para los ciudadanos de los países miembros del G-20, sino para todos los habitantes de la Tierra, incluso para aquellos que experimentan las más extremas situaciones sociales, en los lugares más remotos”.
Por eso, en este contexto de elevada interdependencia e integración propia del mundo actual, es que Francisco rechaza el uso de la fuerza militar para solucionar los conflictos de la época.
“Está claro –dice, en este momento de la historia mundial- que para los pueblos del mundo, los conflictos armados son siempre una negación deliberada de la armonía internacional, que crean profundas divisiones y hondas heridas que requieren muchos años curar. Las guerras son hoy un rechazo concreto a la búsqueda de los grandes objetivos económicos y sociales que se ha fijado la comunidad internacional, como, por ejemplo, los establecidos en el Programa del Desarrollo del Milenio de las Naciones Unidas”.
De ahí que “sin paz, no puede haber ninguna forma de desarrollo económico. La violencia no permite la paz, que es la condición necesaria para el desarrollo.”
De esta forma, el mensaje de Francisco adquiere un carácter profundamente temporal, nítidamente situado en las condiciones de una época como la actual, en la que ha surgido por primera vez en la historia del mundo una sociedad global, resultado de la revolución de la técnica.
Así, el rechazo de Francisco a la guerra no tiene ninguna de las características del “pacifismo”, cuyas coordenadas fundamentales, a lo largo de la historia, han sido la atemporalidad y el carácter de protesta estrictamente moral y no política.
Francisco no rechaza en modo alguno la legitimidad o desconoce el heroísmo implícito en los soldados que combatieron en la Segunda Guerra Mundial a los ejércitos del Tercer Reich, o menosprecia las gestas independentistas de América Latina, encarnadas por esas grandes figuras históricas que fueron San Martín y Bolívar.
Específicamente sobre la crisis siria, Francisco señala que lo que ha impedido una solución ha sido “el predominio de los intereses unilaterales, que han frustrado el acuerdo que hubiera evitado la insensata masacre”.
En esta situación, la intervención militar estadounidense hubiera profundizado la dramática violencia ya existente, y frustrado toda posible solución política, con el agravante del riesgo de extender el conflicto en una región que es un auténtico polvorín geopolítico, sin utilizar el término con un sentido metafórico.
Francisco le dice a Putin, en consecuencia, que se impone, como opción a la intervención militar, “una solución pacífica a través del diálogo y la negociación de las partes, unánimemente apoyada por la comunidad internacional”.
Fue precisamente lo que ocurrió, cuando a través de la mediación del presidente ruso, EEUU desistió de la intervención militar, y Rusia y EEUU presentaron en conjunto al Consejo de Seguridad un proyecto de resolución para que el régimen sirio entregara a la comunidad internacional la totalidad de su arsenal químico, para su posterior destrucción, al tiempo que auspiciaba una reanudación de las negociaciones de paz en Ginebra, destinadas a terminar, a través de una negociación política, con la guerra civil siria.
De inmediato, el régimen de Al-Assad comenzó a entregar el control de su arsenal químico a los inspectores de Naciones Unidas, mientras se reanudaban las conversaciones de paz en Ginebra.
Al mismo tiempo, y en una relación de causa a efecto, comenzaron las negociaciones entre EEUU e Irán sobre la cuestión nuclear iraní, que constituye el mayor conflicto del sistema de seguridad internacional de los últimos 15 años, y cuya resolución, ahora a la vista, cambia en sus raíces la estructura de riesgo del sistema mundial.
Se trata de un acontecimiento de similar relevancia histórica a la caída de la Unión Soviética en 1991, o al vuelco de China al capitalismo resuelto con el liderazgo de Deng Xiaoping en 1978.
En esta secuencia histórica, el papel de Francisco ha sido esencial, y su protagonismo decisivo, y no en términos morales, sino estrictamente políticos.
¿De dónde surge la capacidad de acción que ha manifestado en este acontecimiento crucial de la política internacional del siglo XXI el Papa Francisco, antes Jorge Mario Bergoglio?
Ciertamente no del poderío territorial del Vaticano, que es el espacio geográfico garantizado a la Santa Sede por el Tratado de Letrán (1929).
Tampoco esta capacidad de acción de Francisco es el resultado de su condición de voz religiosa y moral de 1.200 millones de católicos en el mundo. Juan Pablo II también dispuso de esa autoridad moral y religiosa, y sin embargo, su intervención en la crisis iraquí (2003) para impedir la invasión norteamericana fue completamente infructuosa.
Ahora, en cambio, el protagonismo de Francisco fue extremadamente eficaz, y no sólo frenó la intervención estadounidense ya decidida por Barack Obama, sino que fijó una nueva regla para los conflictos del siglo XXI, incluso los que por su gravedad amenazan la gobernabilidad del sistema, y es la exclusión en su resolución de la utilización de la fuerza militar.
Esta nueva pauta de la política mundial fijada por el Papa Francisco ocurre cuando EEUU no ejerce más la unipolaridad hegemónica del sistema mundial, como lo hizo durante 17 años a partir de 1991; y mientras la globalización –fenómeno de carácter técnico, de tipo tecnológico, de naturaleza endógena, propia del capitalismo como sistema de acumulación- ha trepado un nuevo escalón histórico y se ha convertido en una sociedad global, la primera de la historia, fundada en una comunidad de intereses.
En esta nueva sociedad mundial creada por la revolución de la técnica, a la cuestión es la creación de una autoridad política mundial -un Estado mundial- fundado en valores de carácter trascendente y no el resultado, como ha ocurrido hasta ahora, de pujas geopolíticas de poder .
¿Por qué es ahora posible fundar en valores un Estado mundial en proceso de construcción? Porque ha habido un acuerdo estratégico, con características de alianza, entre EEUU y China, en la reunión de Annenberg, California, entre el presidente Barack Obama y el mandatario chino Xi Jinping (06-08/06/2013).
Esta alianza estratégica entre EEUU y China, las dos mayores potencias de la época, resuelve en sus grandes trazos la cuestión del poder mundial; y en este contexto es que el mensaje de Francisco adquiere su verdadero impacto político, reconfigurando en los hechos una de las mayores crisis del siglo.
En su homilía por la paz, pronunciada en la Plaza San Pedro (07/09/13), Francisco dijo que Dios que la Creación “es buena”; y que el mundo de los hombres es “una casa de armonía y paz” y que “todos los seres humanos, hechos a imagen y semejanza de Dios, forman una sola familia”.
“La relación con Dios -señaló Francisco-, es amor, fidelidad, bondad, que se refleja en todas las relaciones humanas, y confiere armonía a toda la Creación”.
Esto no sucede en el mundo moderno –la modernidad-, en la que el hombre, fascinado por su extraordinaria capacidad de transformación, ha pretendido ocupar el lugar de Dios, y se ha dejado guiar por la búsqueda de la dominación y el ansia incesante de poder.
De ahí que “producción, productividad, poder se hayan transformado en sinónimos en el mundo moderno”, dice Ernest Junger.
El resultado de este acto de arrogancia es que se han alterado todas las relaciones, y en su lugar han surgido, dice Francisco, “la violencia, la división, la rivalidad, la guerra, que han quebrado la armonía y la paz”.
Por eso, en este momento, advierte el Papa, “el otro ser humano, al que deberíamos custodiar y guardar, se ha convertido en el enemigo a combatir o suprimir”.
De ahí que, en la crisis siria, se imponga “el perdón, el diálogo, la reconciliación”, y no la intervención militar.
Francisco no se limitó al mensaje al presidente Vladimir Putin y al G-20, o a su admonición en la homilía de San Pedro.
También dispuso “una jornada de plegaria y ayuno por la paz en Siria”, a la que convocó, no sólo a los 1.200 millones de católicos, sino a “todos los hombres de buena voluntad”.
Inmediatamente, se sumaron a su reclamo las otras grandes religiones del mundo, ante todo las comunidades evangélicas, sobre todo en Alemania y los países escandinavos, y la Iglesia Ortodoxa Oriental, a través de la conmovida adhesión al Supremo Pontífice del Patriarca de Antioquía y todo Oriente, Juan X.
También las comunidades islámicas, en especial las europeas (Francia, Gran Bretaña, España, Italia) respondieron en forma virtualmente unánime al llamado del Papa; y en un momento determinado, Francisco, “el Pontífice venido del otro extremo del mundo”, se convirtió en el vocero y portaestandarte de la fe en el mundo; y esto ocurrió en una época profundamente secularizada de apogeo de la técnica.
Lo fundamental de los procesos históricos se define en su etapa inicial, advirtió Hegel; y “no hay fe sin conciencia histórica”, agregó Joseph Ratzinger/Benedicto XVI.
“¿Podemos cambiar el rumbo de la historia del mundo?”, se preguntó Francisco en la Plaza de San Pedro, y la respuesta que él mismo se dio, corroborada por la manifestación unánime de la multitud, fue “sí”; y además lo hizo.
Por eso, es probable que este sea uno de los trazos más profundos y perennes de la política internacional del siglo XXI.
Esta intervención política de Francisco, que modifica el papel de la fe en la escena mundial, y la torna por primera vez efectiva en la política internacional desde que la modernidad, a través del Estado absolutista, la expulsó de la Plaza Pública en el siglo XVII, indica por lo tanto un cambio de época. En ella, la fe vuelve a cumplir un papel central en lo que se refiere a la fundamentación de la Plaza Pública –el orden político-, sólo que esta vez no es la Piazza Maggiore de Florencia que recorría Nicolás Maquiavelo, sino la sociedad mundial creada por la revolución de la técnica, hondamente secularizada.
Esto ocurre cuando hay en el mundo un renacer sin igual de lo religioso, una búsqueda de Dios, surgida de una época en la que la celeridad vertiginosa de los acontecimientos, se une, con carácter inverso, a una profunda incertidumbre, que convierte a la angustia y al desasosiego en los males contemporáneos, al punto de derribar la arrogancia del “yo subjetivo e individual” en el que se funda la modernidad.
Coincide esta etapa con extraordinarios logros científicos y tecnológicos, en que la razón de medios –razón instrumental- ha alcanzado la cúspide de su dominación, mientras ha abierto un futuro en el que todo parece posible.
Sin embargo, las preguntas sobre el sentido de las cosas, respecto a la razón de ser de la vida, cada vez más acuciantes, permanecen sin respuestas, porque la técnica (razón instrumental) es incapaz de proporcionarlas.
De ahí el renacer de lo religioso, la búsqueda de una razón de fines, del sentido de las cosas y de la vida.
Esta nueva época de la historia del mundo es la que ha inaugurado Francisco, el Papa venido “del fin del mundo”, conocido en esas costas como Jorge Mario Bergoglio, sacerdote jesuita.