En 1870, el Colegio Nacional de Tucumán entraba en su quinto año de vida. El rector Benjamín Villafañe dirigió, el 14 de febrero, un extenso informe al Ministerio. Nueve alumnos habían completado todos los cursos, y eran “la esperanza y el orgullo de esta casa”. Pero, examinando el libro de matrículas, notaba que, de los que comenzaron al abrirse el Colegio, sólo quedaban 30, “entre los cuales se cuentan todavía algunos que salieron y que volvieron después, y los 9 que hoy terminan sus estudios”.
Villafañe percibía, “en este movimiento de entradas y salidas, cierta inestabilidad de propósitos que choca profundamente. Proviene ella, a mi juicio, de la falta de hábitos establecidos, de la poca fe en la estabilidad de nuestras cosas y en la eficacia de nuestros medios”. Y tal vez, “de las falsas ideas que en materia de educación predominan en estos países, y de cierto abandono en la voluntad, que espera más de la Providencia que de sí misma”.
También pensaba “que puede no haber influido poco en este desorden, la conducta de alguno de nuestros gobernantes, que por tres ocasiones han convertido en cuartel nuestro Colegio en los años precedentes. Por fortuna, algo ha sido permanente en nuestras manos; alguien ha tenido fe en nuestros esfuerzos y en nuestros medios”.
De ahí surgían “esos nueve jóvenes modelo que emitimos hoy, testimonio palpable de lo que haríamos siempre, con tal que nuestros padres de familia quisieran ayudarnos, nada más que con una severidad inteligente y oportuna, en la dificilísima tarea de hacer hombres dignos de Dios y de la Patria”.