Y un día se le tenía que dar. River ganó la final que necesitaba ganar. Por primera vez, eliminó en un duelo cara a cara a Boca, su eterno rival. La mágica zurda de Leonardo Pisculichi, el 1-0 que hizo bueno en el Monumental el empate a cero en La Bombonera metió al “millonario” en la final de la Sudamericana.
Antes de la apoteosis del final, hubo un partido que los hinchas de River jamás olvidarán. Y que empezó de la forma menos pensada: superclásico, semifinal de copa internacional, cancha de River y un penal para Boca a los 20 segundos de juego. Inédito, pero no inaudito, porque fue falta. Germán Delfino tuvo la personalidad suficiente para cobrarla, otros se hubieran hecho los distraídos. Sin proponérselo -y sin que ningún compañero le avisara de la proximidad de un rival-, Ariel Rojas, al intentar salir jugando de espaldas, se llevó puesto a Marcelo Meli.
Un par de minutos de protestas y dos amarillas después, Emmanuel Gigliotti, en lugar de pegar un zarpazo letal con su botín derecho, apenas si sacó una caricia anunciada, a media altura y poco esquinada. Y la mano derecha de Marcelo Barovero se hizo acreedora a una estatua en las vitrinas del museo del Monumental.
La segunda tampoco fue la vencida para Gigliotti, otrora verdugo del “Millo”. A los 13, Federico Carrizo sacó un latigazo desde fuera del área, Barovero dio rebote y el ex Atlético la tiró contra el cuerpo del arquero. Nuevo rebote en el delantero, afuera.
Y apenas tres minutos más tarde, un River hasta ahí impreciso y nervioso, se sorprendió a sí mismo con el primer grito: Carlos Sánchez abre, remate-centro de Leonel Vangioni y Pisculichi que pinta con su zurda, con un disparo de primera, rasante, le pone marco a la pelota, allá en la ratonera derecha de Agustín Orion.
Fue una rareza que media hora después River enfilara hacia el vestuario 1-0 arriba. Porque en ese primer tiempo fue una caricatura de aquel de inicios del semestre: sin presión alta, sin triangulación, sin juego asociado. Boca, con Meli y Carrizo profundos, y Jonathan Calleri movedizo, tuvo más la pelota y jugó mejor que el local. Pero no la embocó. El asistente levantó equivocadamente su banderita a los 30, cuando un habilitado Gigliotti, al fin, la había mandado a guardar.
José Fuenzalida entró por el lesionado Fernando Gago. Y enseguida Gigliotti tuvo una más: cabezazo en el área chica, inexplicablemente afuera.
En jugadas de gol, Boca goleó. En la chapa, ganaba River, tras un primer tiempo signado por la tensión. En el complemento, la historia cambió. River lo salió a jugar mejor plantado. Con menos nervios. Con más carácter. Sabiendo que Boca debía salir a buscar, y que esa obligación no le sienta bien. En los primeros 20, Teo, sin justeza, erró tres goles. Sánchez volvió a ser Sánchez. Boca jugaba al filo y River estaba presto para asestar el tiro de gracia.
Rodolfo Arruabarrena decidió quemar las naves. Y de alguna forma se desdijo a sí mismo: ahora sí entró Andrés Chávez, el segundo cambio fue por Fuenzalida, de sustituto a sustituido. Y el “xeneize”, aun desordenado, sin patrón de juego y con el ex Banfield en una pierna, fue ganando terreno. River se replegó peligrosamente. Y volvió a perdonar. Claro que Boca siguió jugando al pelotazo inofensivo, y el “millo” resistió como un frontón atrás. Hubo tiempo para el ingreso de un símbolo, Fernando Cavenaghi. No para que emulara el “muletazo” de Palermo, sí para que aportara toda su experiencia, para bancar la parada en esos minutos finales, cinco de descuento, eternos para los de Marcelo Gallardo y que se esfumaron como arena entre los dedos para los de Arruabarrena. El Boca pos Bianchi también se quedó con las manos vacías. River empezó a escribir otra historia. Ahora, sólo le falta rubricarla el miércoles contra Atlético Nacional.