Gabriel Pereira - Director adjunto de Andhes
Todos debemos preguntarnos dónde está Santiago, no solo por una cuestión humana y de solidaridad con la desgracia que él y su familia están viviendo, sino también porque detrás de esta pregunta subyacen otras, en las que los argentinos debemos responder sobre la forma en que queremos que nuestros conflictos sociales y políticos sean resueltos. Preguntarnos dónde está Santiago Maldonado no nos pone de un lado u otro de la grieta, sino que nos ubica como ciudadanos preocupados por la dignidad humana de una persona y por la salud de nuestro sistema político.
Las condiciones en las que desapareció Santiago indican, como hipótesis principal, que ha sido víctima de una desaparición forzada.
Las desapariciones forzadas no suceden solamente en contextos de terrorismo de Estado o de dictadura. Una desaparición forzada tampoco indica que fue un presidente, una ministra o alguna otra alta autoridad de un gobierno quien haya dado la orden de “desaparecer” a una persona. Lo que sí sugiere es que aun en tiempo de democracia y de control civil de las fuerzas armadas y de seguridad, estas fuerzas tienen la capacidad de, en el contexto de procedimientos legales, privar de la libertad a un ciudadano, ocultar esa privación y dejar a esa persona fuera de la protección de la ley. Debe preocuparnos que agentes estatales tengan la capacidad y el poder de cometer este tipo de crímenes y que actúen impunemente por fuera del control civil de las fuerzas de seguridad.
Debemos preguntarnos por Santiago también porque su desaparición se dio en el contexto de una protesta social. En Argentina, la protesta en la vía pública es una forma democrática de participación política. Ya sea por la falta de confianza en nuestros representantes, o por las falencias de las instituciones democráticas, que no son efectivas a la hora de canalizar los reclamos de ciertos sectores de la sociedad, o por la crisis de representatividad de los partidos políticos, hoy la protesta en la vida pública es una práctica política elegida por los grupos sociales que van desde desocupados o profesionales de la salud, hasta medianos y grandes agricultores. Es altamente peligroso para una democracia que aquellos que deciden ejercer una forma de participación política corran el riesgo de desaparecer, más aún cuando las muertes de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, como la de Mariano Ferreyra, son todavía marcas imborrables en la historia política de nuestro país.
La pregunta por Santiago es aún más urgente al notar que la protesta social que se decidió reprimir se encuentra atravesada por condiciones de desigualdad social, económica y política. Santiago Maldonado se unió a la protesta del Pueblo Mapuche que se enfrenta actualmente a la empresa Benetton, poseedora de un territorio de alrededor de un millón de hectáreas.
América Latina es la región más desigual del mundo y nuestro país no es una excepción en ese contexto. De hecho, los índices del Banco Mundial demuestran que la situación se ha agravado en los últimos tres años. Aun con la voluntad política, ausente en el contexto nacional, de acortar las brechas socioeconómicas y políticas, reducir la conflictividad social de un sistema inequitativo tomaría años. Por lo que es esperable encontrarnos en el futuro inmediato, tal como sucedió regularmente desde el retorno de la democracia, con recurrentes protestas sociales atravesadas por situaciones de desigualdad. El sistema político no puede permitir que la violencia institucional sea la forma de contener y dar respuesta a la conflictividad disparada por condiciones de desigualdad.
La ausencia de Santiago y las condiciones de su desaparición también nos deben afligir, porque el reclamo social que subyace a esta situación es el pleno y real reconocimiento de la propiedad comunitaria de las tierras a los pueblos originarios por parte del Estado. Si bien desde la reforma constitucional de 1994 hemos decidido dejar atrás políticas de exterminio y asimilación de nuestros originarios, desde entonces, la política oficial de reconocimiento no ha tenido un impulso efectivo por los sucesivos gobiernos, salvo pocas excepciones. Los pueblos originarios viven en condiciones de marginación social y económica y en disputa por el reconocimiento de sus derechos al territorio. No podemos permitir que la violencia institucional sea una estrategia del Estado para resolver un conflicto, donde los pueblos originarios siempre han sido víctimas de la violencia y la discriminación.