“Es curiosa la impresión de mudez que dan estos hombres. Son hombres sin lengua”. Marcos Morínigo, Difusión del español en el Noroeste argentino (1959).
La palabra nos acerca al sueño de la magia. No sólo porque la “magia” es una palabra, sino porque la palabra misma es mágica. La aparición de la palabra en la humanidad es una revolución de consecuencias indetenibles. E inabarcables. La humanidad aparece porque aparece la palabra. El ser humano no sólo está atravesado por la palabra: el ser humano está hecho de palabras. Es palabras. Sólo la humanidad las posee.
La palabra es tan mágica que con ella opera algo casi fantástico: la primera, la prístina, la primigenia convención constituyente. Los ancestros del homo sapiens sapiens convinieron en que determinados signos designarían determinadas cosas y constituyeron básicas estructuras sociales. La palabra es un acuerdo. Se construye para lograr entendimientos.
Por cierto, la magia de la palabra no sólo admite una mirada arqueológica, sino también un abordaje sobrenatural. Para el creyente, la palabra es divina. “En el principio era el Verbo. Y el Verbo era con Dios. Y el verbo era Dios”, reza el primer versículo del Evangelio de Juan. Es más: en la tradición judeo-cristiana, el primer encargo de Yahveh a Adán es la palabra: debía darle un nombre a cada una de las criaturas de la Creación. El Génesis mismo, en el versículo 3 de su capítulo 1, se lee: “Entonces Dios dijo: ‘Que exista la luz’. Y la luz existió”.
La palabra es mágica, entonces, porque desafía a la nada. Ex nihilo nihil, dice el latinazgo según el cual “De la nada, nada”. Pero la palabra, de la nada, crea. Incluso hoy, los magos siguen haciendo “su magia” con palabras: la varita es sólo una herramienta material que ejecuta un conjuro: un hechizo de palabras.
Pero lo verdaderamente mágico de la palabra es que hay cosas que solamente se pueden hacer con palabras. Y no en el mundo de la religión, ni de la fantasía ni de las teorías sobre el origen de la humanidad: hoy, en el plano de la realidad más lisa y llana, la palabra “hace cosas” que sólo ella sabe hacer. Lo identificaron plenamente John Austin y John Searle como actos performartivos: una persona sólo contrae matrimonio cuando dice “sí, quiero”. Y donde la palabra “hace cosas” como en ningún otro aspecto de la realidad es, nada menos, que en el plano del poder. Un ciudadano no asume su cargo público hasta que dice “sí, juro”.
El senador José Alperovich debiera recordarlo como nadie. Cuando resultó electo gobernador en 2003 se enfrentó con un impedimento constitucional mayúsculo: la Carta Magna de 1990 mantenía de manera pétrea la fórmula de asunción para el mandatario: debía jurar “Por Dios, la Patria y sobre los Santos Evangelios”. Como Alperovich profesa otra fe, el juramento no era viable. Y si no juraba, sencillamente, no asumía. Entonces, de manera impecable, la Justicia tucumana amparó el derecho del ciudadano electo por el voto popular y declaró discriminatoria e inválida la cláusula confesional. Con las palabras de un fallo se enmendaron las palabras de una norma. Y Alperovich pudo decir “sí, juro”. Y fue gobernador.
Alperovich, entonces, es quien es en el poder gracias a la palabra. No cualquier palabra, además, sino gracias a la palabra pública. La palabra política. Esta semana, sin embargo, decidió mostrarse ante los tucumanos como un hombre sin palabras.
Lo opuesto a la democracia
La política se hace con palabras. Y la palabra de la política es una palabra en tensión. Una palabra en debate. Una palabra que debe ser sostenida con argumentos en una compulsa con otros argumentos.
Aunque un conocido axioma de Juan Domingo Perón pretende que “la única verdad es la realidad”, la palabra política engendra otra dimensión. Una en la cual lo opuesto a lo real, es decir, lo ideal, lo ideológico, la idea, también es verdad. Un proyecto político es simplemente eso: una idea hecha de palabras que nacerá si reúne los consensos que le permitan materializarse. Y esos consensos se consiguen en la placenta de lo público.
El miércoles se realizó el único debate televisado de candidatos a gobernador, organizado por LA GACETA en el ciclo “Panorama Tucumano” y transmitido por las plataformas digitales de este diario y por la pantalla de Canal 10 y de CCC. (En Tucumán se adeuda una reforma electoral y, con ello, un debate público y obligatorio de postulantes organizado por el Estado)
Alperovich decidió no asistir. Es decir, no tener palabra pública. Y, por ende, no tener política. “Creo que eso no le suma al pueblo”, fue su respuesta para justificar la ausencia. Un argumento revelador respecto de lo que el senador opina del debate público de ideas, e inquietante respecto de la consideración que tiene del pueblo el representante del pueblo. Si a los gobernados no los enriquece la discusión de lo que quieren hacer los gobernantes, ¿qué es lo que sí “les suma”? ¿El silencio sobre lo que se hará desde el Estado? La opinión pública es, justamente, la opinión del pueblo sobre la cosa pública. No es, por tanto, opinión erudita, pero sí es, necesariamente, opinión informada. La democracia es el gobierno de esa opinión pública. Si no se informa al público, no habrá opinión pública, y tampoco habrá democracia.
Por esto, Alperovich no se perdió de participar de una discusión pública de políticas públicas. En realidad, Alperovich perdió el debate. Le regaló al gobernador Juan Manzur el monopolio de la palabra para el “mercado electoral” peronista.
Lo opuesto a la república
Pero trascendiendo la televisación, Alperovich les ofrendó a quienes sí aceptaron la invitación la categoría de ser candidatos a la altura de las circunstancias. Según las encuestas que maneja el oficialismo, el frente Vamos Tucumán y Fuerza Republicana, a 10 días de los comicios, Manzur lidera la intención de voto. Pero contra la lógica antidemocrática de que el que gana no va a los debates, el gobernador asistió.
También lo hizo la senadora Silvia Elías de Pérez, a pesar de que –como fue audible- la campaña electoral la tiene al borde de quedarse sin voz. Y también vino el concejal Ricardo Bussi, a pesar de que algunos personales problemas de salud que tienen su temporada alta en el estrés.
Entonces, Alperovich no sólo se bajó de su atril: se bajó de la madre de las batallas proselitistas. Léase, se bajó de la campaña. Aunque sea por una noche. Sobre todo, si era una de las noches más importantes.
No dejó vacío sólo su lugar en la arena del debate, sino que dejó vacía la idea que los tucumanos tienen de lo que él quiere y, sobre todo, de lo que no quiere para la Provincia.
No resignó solamente la oportunidad de hablarles a los electores, ya no como producto publicitario, sino como un ciudadano que les pide a otros ciudadanos su voto de confianza. Directamente, resignó votos. A no asombrarse si, por no ser el cuarto invitado, la ciudadanía no termina ubicándolo en la grilla como el cuarto contendiente.
Y, fundamentalmente, Alperovich faltó a su cita con la modernidad.
Lo opuesto a la modernidad
Uno de los mitos más arraigados de esta parte de la historia es el contrato social, es decir, la instancia en que el hombre abandonó el Estado de Naturaleza de guerra permanente para resignar instintos y libertades y sujetarse al Estado de Derecho. Pero esta es sólo una construcción intelectual para justificar la legitimidad de la autoridad civil: una instancia en la que gobiernan los ciudadanos investidos por sus pares, en reemplazo de la autoridad monárquica, en la cual gobierna un rey investido por su linaje y por Dios.
Ese momento llegó con la Revolución Francesa. Pero con ella no sólo aparece el fin de la monarquía y el principio de la experiencia con la república. Ahí, en ese momento, aparece “lo público”. Antes, sólo imperaba lo privado. Los hombres privados de libertad. Las mujeres privadas de voz. El común del pueblo privado de votos. El poder como una esfera privativa para las elites… La revolución de 1789 será el principio del fin de esa relación de poder en occidente. En adelante, habrá una esfera que es de todos: la esfera pública.
Nadie menos que el filósofo Emanuel Kant, contemporáneo -y sospechoso de ser simpatizante de aquella hora francesa- advirtió el valor supremo de lo público para el campo del poder. El padre de la Ilustración advirtió que “lo público” era condición indispensable para que una política pudiera ser considerada virtuosa. Su postulado crítico advierte que a una política no le alcanza ser pública para ser buena, pero advierte que si no es pública, no importa su contenido, nunca lo será.
Tucumán, que presenta enormes déficits con la modernidad en demasiadas aristas de sus dimensiones sociales, económicas y políticas, el miércoles tuvo una noche “en horario” con este tiempo. Había un debate público de candidatos a gobernador, con segmentos para propuestas y segmentos para discusiones. Llegaron, puntuales, Manzur, Elías de Pérez y Bussi. Alperovich, con su ausencia, atrasó.
En la tierra de la curiosa mudez, el silencio también hace magia. Los hombres sin lengua hacen que el tiempo, como si fuera un cangrejo, camine hacia atrás.