Por Samuel M. Cabanchik

PARA LA GACETA - BUENOS AIRES

En los callejones más profundos de la ciudadela filosófica se amontonan paradojas, enigmas, aporías. Los problemas filosóficos se desarrollan según un régimen que propone a cada paso - y hasta el final -, dicotomías irreductibles o polarizaciones cuya tensión amenaza con impedir todo pensamiento conclusivo. Roberto Rojo fue un maestro de filosofía no solo por la calidad de su transmisión, tan significativa para el desarrollo de la filosofía argentina, sino porque fue él mismo un filósofo comprometido con esa dificultad de los problemas filosóficos, ante la que no cedió, buscando a lo largo de su obra, cual horizonte utópico, la superación del mentado obstáculo, en beneficio de continuidades e integraciones mayores.

Lo conocí personalmente ya a comienzos del presente siglo, cuando me obsequió y dedicó un ejemplar de un libro colectivo escrito bajo su coordinación: Wittgenstein. Los hechizos del lenguaje. Sin duda su encuentro con la filosofía de Wittgenstein fue un acontecimiento importante para su propia investigación, pero también para la formación de muchos discípulos de excelencia en el contexto tucumano, inspirando al círculo de estudios wittgensteinianos, una planta filosófica fértil en el jardín de la República.

En dicho libro se incluyen tres trabajos de su autoría, que se suman a otros trabajos que le dedicara a la obra del filósofo vienés. Cabe destacar que esos textos corroboran que en el encuentro con el pensamiento de Wittgenstein, Rojo ya estaba en posesión madura de sus propios recursos; su camino ya estaba orientado. En efecto, basta recordar por ejemplo su artículo “Razón y lenguaje” (1980). En referencia a lo que comenzamos diciendo de la naturaleza de los problemas filosóficos, se vislumbra con claridad en dicho texto cuál es la apuesta de Rojo: la construcción de una matriz filosófica en favor de la continuidad entre lo universal y lo particular, lo necesario y lo contingente, en fin, entre La Razón –así, con mayúsculas– y el lenguaje en sus dimensiones histórica y estructural.

Por ello, la obra de Wittgenstein debió resultar atractiva y desafiante a la vez. La complejidad de esa obra, su fidelidad a la exigencia de llevar la pregunta filosófica hacia sus extremos, permite elaborar diversas interpretaciones, incluso antitéticas entre sí en algunos puntos.

La lúcida lectura de Rojo enfatiza, en consonancia con su orientación -esa que lo lleva a favorecer las continuidades, incluso pagando el precio de respetar ambivalencias finales-, todo aquello que en la obra de Wittgenstein contribuye a forjar una imagen integradora de la condición humana en el corazón de lo real.

En este sentido, la concepción wittgensteiniana de lo que llama “gramática” se vuelve estratégica para Rojo, pues se erige en la bisagra fundamental que articula pensamiento (razón), lenguaje y realidad, tanto en su consistencia como en su dinamismo; en aquello que responde a lo incondicionado, como a la contingencia de lo que, aun relativo y subjetivo, permanece como irreductible al fundamento filosófico. Es en este contexto, que no renuncia a las cuestiones últimas del filosofar, donde nuestro filósofo encuentra, sea en la fuente wittgensteiniana o en muchas otras – Rojo era un gran conocedor de la historia de la filosofía, tanto de su período clásico como del moderno y del contemporáneo – los motivos para explorar alternativas superadoras, ya sea frente a la tentación del facilismo reduccionista o ante la resignación de una perspectiva fragmentaria de la existencia.

No conozco toda la obra de Roberto Rojo y no sé si llegó a dar cuenta en ella del pensamiento de Georg Simmel. Pero creo que suscribiría uno de los lemas fundamentales de este filósofo alemán: “la vida es más-vida y más-que-vida”, es decir que la vida se trasciende a sí misma para vincularse, en sí misma, con las idealidades trascendentes.

Esa búsqueda de trascendencia siempre motivó la indagación filosófica de Rojo, que con conciencia crítica y honestidad intelectual, supo no pasar de largo ante los mitos – enemigos íntimos del filosofar – y las utopías, como lo testimonian diversos trabajos, incluso el de su tesis. Por el legado de su enseñanza y la transmisión de su amor por la filosofía, no puede sino ser un honor para mí ser parte de la evocación de su figura en este homenaje.

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Samuel M. Cabanchik - Doctor en Filosofía, escritor.