Por Alberto Rojo

PARA LA GACETA - ANN ARBOR (EE.UU.)

En septiembre de 1999 le pedí al Papá que me recomendara diez libros fundamentales de filosofía. Al principio sonrió y se resistió un poco, como diciendo tomemos tranquilos este café a la turca. Luego me dictó una lista que tengo anotada en un cuaderno. Mis cuadernos de notas son parecidos a los suyos; una combinación de registros diarios con subrayados de libros y frases que me llaman la atención. El Papá anotaba también mis frases de chico. “Los niños son poetas”, afirmaba. Ya de adolescente me mostró una frase que le había dicho a los seis años: “¿Papá, por qué las nubes manchan a la luna?”. Y en ese momento recordé esa mañana cuando me llevaba a cortarme el pelo a una peluquería de la avenida Roca. Vimos una propaganda con unas grandes manos que ocupaban todo el cartel. Le pregunté ¿Papá, que tienen esas manos? y él, en vez de darme la respuesta obvia (son granos de café hijo), me explicó en detalle que con mi pregunta yo estaba usando una metáfora.

Muchos años después, el 13 de octubre de 2003 (lo tengo anotado en otro cuaderno), mientras tomábamos otro café a la turca, abrió El hablador, de Vargas Lllosa (de 1987) y me dijo mirá lo que encontré en la página 166: “El cielo era un bosque de estrellas y una mancha de nubes ocultaba la luna”.

Los niños son poetas, son artistas, son científicos. Si se les infunde autoestima y no se les enseña el error, lo seguirán siendo siempre. Mis padres lo supieron. Por eso el Papá me dejaba garabatear los libros de su biblioteca. Sabía que era más importante que me amigara con la idea de abrirlos, de sentir el peso y la textura de las páginas que todavía me quedaban grandes en las manos. Incluso me dejaba sacarlos de la biblioteca y jugar a ponerlos en venta en el umbral de nuestra casa de la calle Alberdi.

Más adelante empecé a aprenderme los títulos y autores que leía en los lomos. A medida que fui creciendo la biblioteca incorporaba más estantes hasta ocupar las cuatro paredes de su escritorio. Ya de adolescente conocía todos. Hoy podría reconstruir dónde estaban los de poesía, los de historia de filosofía, los de Wittgenstein y la ubicación precisa del Principia Mathematica de Newton.

Recuerdo la tarde en que abrí el Principia delante suyo. Yo ya había decidido que quería estudiar física. Y él, que siempre me había estimulado a leer las fuentes, me dijo “ese libro es imposible de leer”. Sabía que podía decírmelo, que esa frase significaba que yo no iba a detenerme hasta penetrar ese laberinto de jeroglíficos geométricos. Y cuando lo conseguí (hace pocos años en realidad) fue uno de los momentos más felices de mi vida adulta.

Alrededor del centro gravitatorio de su atención que eran los libros giraba una gran constelación de gustos e intereses: el buen vino, Brahms (el concierto número 1 para piano por Rubinstein), las sinfonías de Beethoven, el tango (su favorito era Niebla del Riachuelo), el placer por ver el cielo. A veces veo el cielo y me encuentro imitando el gesto que le vi por primera vez una noche en la ciudad universitaria de San Javier.

“Si hay algo que me lamento en mi vida”, solía decir, “es no haber tenido más cuidado con mi cuerpo”. Quizás por eso me comunicó el valor del deporte. Me llevó a clases de natación y de básquet (llegué a jugarlo bastante bien, aunque no lo suficiente para superar limitaciones verticales que también heredé de él).

Cuando estaba en el sanatorio, ya en sus últimos días, me pidió que le leyera Poe. Eligió “La Carta Robada” y “Eureka, un poema en prosa”. Aunque quizás a Eureka lo elegí yo, para que comentemos la conexión entre ciencia y literatura.

El destino de muchos hombres dependió de la biblioteca de su padre. Creo que la frase es de Almafuerte, pero se la escuché también a Yupanqui y a Borges. Y el de muchas mujeres también. Mi hija Florencia tiene la costumbre mía, que tomé del Papá, de anotar nombre completo, fecha y lugar en los libros. Y, en tiempos de Google drive, tiene su cuaderno de notas. Tiene también la misma pasión que mi hermana Patricia y yo sentimos por enseñar, por el valor de la generosidad del conocimiento, por compartir las maravillosas historias que cada una de nuestras disciplinas tienen para contar. Hace un par de años Flor me pidió “la lista de libros de filosofía del Abuelo Roberto”. Me dijo: “La tenemos que leer juntos, quizás uno por año”. Tal vez este año leamos el Leviatán de Hobbes, aunque tengo anotada su advertencia: “obra grande, leer en parte”.

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Alberto Rojo - Físico, músico y escritor tucumano. Profesor del Departamento de Física de la Universidad de Oakland. Publicó en coautoría con el premio Nobel Anthony James Legget. Su último libro es Borges y la física cuántica.