La filosofía frente al tema de la muerte
Parto de la constatación de que hablar de la muerte es hablar al mismo tiempo de la vida, es hablar del acontecimiento más decisivo, el más radical y abarcador con que la vida tiene inexorablemente que contar.
¿Qué sentido tiene hablar de la experiencia de la muerte, de temerla? ¿Se puede tener una vivencia de la muerte? Epicuro es quien más enfáticamente ha negado el temor a la muerte, según consta en Carta a Meneceo, en la cual figura su conocida idea de que “no temo a la muerte porque cuando yo estoy ella no está, y cuando ella está yo no estoy”. Nunca nos encontramos”. Y agrega: “Acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros, nada que nos concierna”.
No son pocos los filósofos que siguen esta línea.
Así, Kant dice claramente que el morir no puede experimentarlo ningún ser humano en sí mismo (pues para hacer una experiencia es necesaria la vida) sino sólo percibirlo en los demás.
Este problema es desafiante porque de él depende la cuestión que estimo fundamental, decisiva, tendiente a esclarecer el sentido del vivir en relación con la asumida idea de la muerte. Por ello comienzo formulando la pregunta: ¿la muerte es un acontecimiento que le ocurre a la vida o, por el contrario, es la cesación de la vida? ¿Es extrínseco o intrínseco al proceso de vivir? Hay aquí dos enfoques posibles: o la muerte es un proceso o es un acto. Vista como proceso significa que la muerte no es algo extraño a la vida, algo que le sobreviene de pronto, no es un acto que de pronto exhibe su rostro trágico sino una presencia constante. No puede concebirse la vida sin la muerte porque vivir es estar muriendo, es asistir a un proceso dialéctico, dinámico como en los procesos en los que se da la muerte y la renovación de las células. Vista en cambio, como acto, la muerte es algo puntual, algo que de pronto irrumpe como un rayo que devasta lo que toca.
Todos sabemos que moriremos, todos tenemos la certidumbre de que, por agazapado que esté el desdeñoso y acerbo rostro de la muerte, en algún momento, esperado o no, dibujará su mueca lúgubre ante nosotros. En cada instante de nuestra vida tenemos la certeza empírica de que vamos a morir, sabemos que hay siempre la posibilidad de nuestro fin, pero curiosamente es una posibilidad que, a diferencia de las otras posibilidades, ha de realizarse inevitablemente alguna vez.
(11 de junio de 2006)
El riesgo de vivir
Nos movemos en el seno de mil acechanzas, asediados a cada instante por peligros remediables o irremediables, inermes muchas veces ante la insidia caprichosa del azar. No hay paso que demos, por seguro que sea, que pueda precaver la incertidumbre o la eclosión trágica del siguiente. Pende sobre cada uno de nosotros la posibilidad patética del infortunio, la posibilidad de que asome en nuestras vidas el impiadoso rostro del accidente. El accidente, según la etimología latina -lo que cae encima, lo que acaece- constituye el nombre de la imprevisibilidad, de aquello ante lo cual nos hallamos impotentes para conjurar.
Pero es claro que no podemos pensar constantemente en los riesgos que nos circundan porque de tenerlos siempre presentes estaríamos condenados a la inacción. De allí nuestra actitud esquiva: esquivamos la conciencia de los riesgos que entraña el vivir, reprimimos esta idea -a la manera que reprimimos la idea de la muerte según Scheler- a fin de que el ánimo esté abierto al instante afortunado y dispuesto a forjar las perspectivas esperanzadas y creadoras. No hay ámbito en el que el riesgo no asiente sus reales, y esto a tal punto que desde esta perspectiva la cultura se presenta como una forma de domeñar los riesgos -suerte de malestar freudiano-, si bien es cierto que muchos de ellos son generados por la propia cultura, insatisfecha siempre de sí misma. Así, el afán de dominar el espacio aéreo ha inventado la aviación, pero al precio de multiplicar los riesgos de sucumbir a un accidente, como si fuera la exaltación paradójica de una gloria que esconde en su seno el probable estallido de la desgracia humana. Y, a la vez, el propósito de evitar el nuevo riesgo o reducir sus probabilidades se convierte en el acicate para el logro de nuevas tecnologías. Esta suerte de exorcismo del riesgo y del azar tiene por raíz el pensamiento, porque, como dice Pascal, basta una gota de aire para hacer perecer al hombre, pero este aventaja a la naturaleza porque sabe que muere o, con palabras del célebre filósofo: “el hombre no es más que un junco, el más débil de la naturaleza, pero un junco que piensa”. Vivir es arriesgarse y cada uno debe asumir a su manera sus propios riesgos.
(9 de octubre de 2005)
La enfermedad como el orden desgarrado
La sociedad puede devorarnos o convertirnos en víctimas propiciatorias. En la pugna por salir airoso en este mundo, en gran medida hostil, el hombre apresta sus mejores armas, pero el desgaste de la lucha lo lanza muchas veces a la depresión, a la insatisfacción, a la angustia y a veces dramáticamente al sinsentido de la vida. Al romperse el saludable equilibrio con la comunidad empieza a hacer sus rondas el fantasma de la enfermedad. Y es claro que la ruptura de este equilibrio es a la postre quiebra de la unidad espiritual del hombre: el derrumbe de la armoniosa relación de todas las funciones, disposiciones y aptitudes de la persona humana. La enfermedad, en suma, es el desgarramiento doloroso debido a la ruptura de la comunidad del hombre con la naturaleza, con el otro, con la sociedad y consigo mismo.
Esta idea de la enfermedad como desarmonía se entronca filosóficamente con la idea del mal del cual la enfermedad es uno de sus frutos, y en la versión bíblica, como se sabe, el pecado original, al romper la armonía y la felicidad paradisíacas, se convierte en la fuente del mal. Este es consecuencia de la imperfección del hombre y con él la enfermedad tórnase la marca de la azarosa y contingente condición humana.
(15 de noviembre de 1992)
Milenio sin milenarismo
El nuevo milenio afrontará la cuestión dramáticamente instalada en el nuestro, tocante a las derivaciones y aplicaciones de la investigación científica y tecnológica. ¿La investigación científica es totalmente independiente de las consecuencias de sus resultados? ¿Cabe poner límites a la exploración científica, en nombre de principios morales contra los cuales atentaría? ¿O la ciencia no reconoce más límites que los que el propio saber le impone intrínsecamente? Adviértase que aquí se plantea hoy la relación conflictiva entre la verdad y el bien que en el pensamiento clásico se mantenían tan hondamente vinculados que hasta llegaban a identificarse. Creo que el divorcio de estas dos grandes ideas -la verdad y el bien- da cuenta del drama de la ciencia hoy, al mismo tiempo que permite comprender las posiciones antagónicas de científicos y pensadores: o la verdad se basta a sí misma sin echar mirada alguna al bien o se liga indisolublemente a él?
Falto de ímpetus mesiánicos, se desvanecieron del escenario histórico las místicas revolucionarias y, lejos del entusiasmo milenarista, el nuevo milenio tiene como texto -no ya la palabra revelada- sino los grandes discursos de la ciencia y de la tecnología a los cuales se abraza fervorosamente el imperio de la globalización.
Por todo ello, tal vez sea lícito hablar metafóricamente del nuevo milenio como de un peculiar milenarismo tecnológico y depositar en él una nueva esperanza, la esperanza de hacer un mundo mejor en el que un número cada vez más creciente de personas se sienta gustoso de vivir en él. Nada de esto será posible sin una reinstalación de las calidades propiamente humanas, sin el reconocimiento de la superioridad de los valores espirituales sobre el apego a las cosas deleznables, sin la consagración, en suma, de una nueva pedagogía centrada en el respeto al núcleo esencial de la persona.
(13 de junio de 1992)
Cuando la palabra se degrada
Hoy contemplamos perplejos que la palabra dejó de estar vinculada a la verdad, a la sinceridad, a la honestidad, a la autenticidad, al desinterés, a la solidaridad, para convertirse en mentira, en embeleco, en ideología. Por ello asocio la crisis que estamos padeciendo a la degradación de la palabra, visible tanto en el plano moral como en el político, en el periodístico y en el televisivo. Algunos medios de comunicación se solazan en la impudicia y en la grosería de los términos como el que llega a la altura de los medios populares arrastrándose, pues en definitiva, revolcarse en el fango de las palabras es deleitarse con las formas de la abyección humana. A su vez, el lenguaje del político, valiéndose de las distintas formas de la tergiversación del sentido de las palabras, ha perdido su dimensión persuasiva porque no palpita en sus afirmaciones ningún aliento de sinceridad y el oropel de sus promesas no logra pasar por la brillantez del oro.
Perdida la eficacia de la palabra como medio más apropiado para incitar a la acción, el descreimiento y la desesperanza se adueñan del espíritu ciudadano. Ante tal deplorable panorama, urge que restauremos los valores positivos que atesora la palabra veraz y profunda, urge que forjemos una nueva pedagogía en la que al exaltar las excelencias del lenguaje se exalten las excelencias de espíritu. Respiraremos entonces aire puro y no una atmósfera malsana.
(8 de junio de 2003)