Por Gustavo Martinelli

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

Alice Liddell tenía tan sólo seis años cuando conoció al matemático, diácono anglicano y fotógrafo Charles Lutwidge Dodgson, más conocido en el mundo de la Literatura como Lewis Carroll. Muchos años después, los testigos de ese particular encuentro recordaron que esa niña, de ojos tan insondables como un abismo, poseía la sonrisa del agua; y por eso mismo había hechizado al joven diácono. Precisamente de ese sortilegio surgió Alicia en el país de las maravillas.

Alice (la verdadera, no la del cuento) era hija de Henry Liddell, decano de la Iglesia de Cristo de Oxford. De aspecto ágil y suave, la niña poseía la evasiva juventud de la libélula, la embriaguez de las olas del mar y la poderosa fuerza de la espiga. De familia acomodada, Alice creció en compañía de sus hermanas Edith y Lorina. Con ellas inició, ya en la adolescencia, un largo viaje por Europa durante el cual entabló un romance fulminante -y clandestino- con el príncipe Leopoldo, el hijo más joven de la reina Victoria de Inglaterra.

Sin embargo, no fue con el príncipe inglés que Alice protagonizó su más extraña aventura, sino con el mismo Carroll, que a mediados de 1860 ya había entablado una gran amistad con la familia Liddell. Aunque el vínculo más estrecho entre la niña y el escritor surgió un par de años después, durante la calurosa siesta del 4 de julio de 1862. Ese día Carroll, de casi 30 años, llevó a Alice y a sus hermanas, a un día de campo por las márgenes del Támesis. Para entretener a las muchachas, y acaso para superar el mareo que le produjo un largo paseo en bote, Carroll comenzó a inventar historias desaforadas; relatos fantásticos sin pies ni cabeza sobre una niña llamada también Alice, que inconvenientemente tropieza y cae en la recóndita madriguera de un conejo. Como se supo años después a través del diario personal de Carroll, la historia fue inspirada por los ojos de Alice, que eran como un pozo sin fin.

Ese cuento descabellado deslumbró a las pequeñas. A tal punto que Alice, fuera de sí, convenció a su padre de que le pida a Carroll que transcriba la historia en un borrador para poder leerla antes de ir a dormir. Yo soy la protagonista de esa aventura. No puedo dejar que se me olvide, insistió la niña. Los meses pasaron, hasta que a mediados de diciembre de 1862 el escritor se presentó en la casa de los Liddell con un inesperado regalo de Navidad: un voluminoso manuscrito titulado Las aventuras subterráneas de Alicia. El primer párrafo decía así:

Alicia empezaba ya a cansarse de estar sentada con su hermana a la orilla del río, sin tener nada que hacer.

El 31 de mayo de 1863, la historia se publicó con el título que la volvió inmortal: Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. El éxito fue inmediato. Algunos biógrafos aprovecharon la repentina celebridad de la obra para lanzar al viento el rumor de que entre el escritor y la hermosa Alice existía una especie de vínculo abominable. Otros, en cambio, sostuvieron que la relación fue meramente platónica. Lo cierto es que la obsesión de Carroll por Alice quedó plasmada en una gran cantidad de fotografías que el autor le tomó en distintas oportunidades. En uno de esos retratos -que se exhibe en el Museo Británico-, la niña aparece disfrazada de mendiga, mirando fijamente a la lente mientras extiende la mano pidiendo limosna. En sus ojos puede adivinarse ese abismo insondable que embrujó a Carroll.

De cualquier forma, la amistad entre la niña y el escritor se cortó abruptamente en junio de 1863. Nadie sabe muy bien por qué. Al parecer los Liddell detectaron algunas anomalías en la personalidad de su hija y culparon de eso al escritor, hasta el punto de prohibirle la entrada a la casa. Se decía que la niña, ya convertida en una angelical adolescente, se había vuelto al extremo vanidosa y solía presumir de su belleza en cada reunión y baile de la alta sociedad inglesa. Sin embargo, es muy probable que la verdadera responsable de la ruptura haya sido la madre de Alice, Lorina Liddell, una mujer ambiciosa y dominante que pretendía ascender socialmente a instancias de sus hijas. Por eso, un cohibido y tartamudo profesor de matemáticas como Carroll distaba de ser el mejor partido para su hija y comprometía seriamente sus aspiraciones. De manera que cuando la mujer se enteró de que Carroll estaba enamorado de la niña, hizo lo posible para alejarlo de ella.

Alice terminó casándose con el millonario Reginald Hargreaves, el 15 de septiembre de 1880, en la Abadía de Westminster. Su marido, finalmente, no fue un escritor, sino un hacendado que se pasó la vida cazando ciervos, mientras Alice permanecía a solas en su mansión. Carroll, en cambio, jamás contrajo matrimonio. Con el tiempo, la musa del escritor llegó a tener tres hijos. Los dos mayores murieron durante la Primera Guerra Mundial. En cambio el menor, llamado paradójicamente Caryl, vivió una vida de excesos y se dedicó a dilapidar la fortuna familiar en fiestas, mujeres y viajes. Hacia el final de su vida, la protagonista del país de las maravillas, empezó a hartarse de su inmortalización literaria. En una carta a su hijo Caryl escribió: querido, es una realidad que estoy cansada de ser Alicia en el País de las Maravillas. ¿Te parece una muestra de ingratitud por mi parte?

En 1926, acosada por las deudas que le generaba el tren de vida de Caryl, Alice subastó aquel viejo manuscrito que Carroll le había regalado a los Liddell en Navidad. El cuaderno pasó por varios coleccionistas privados, hasta que fue expuesto en el Museo Británico durante el centenario del nacimiento del escritor. Alice, ya de 80 años, participó de la ceremonia. Algunos testigos pudieron certificar entonces que sus ojos efectivamente eran insondables como un abismo; aunque nadie supo especificar si aquella profundidad era producto del amor o de un trauma infantil que nunca pudo superar. Un secreto que, finalmente, se llevó a la tumba dos años después.

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Gustavo Martinelli – Periodista y escritor. El texto forma parte del libro Crónicas de desaforadas, de próxima publicación.