El gin tiene un origen y una elaboración muy emparentada con la ginebra y la sutileza de sus diferencias hace que no termine de llegarse a un acuerdo entre los elaboradores y los bartenders.
La ginebra se creó en Holanda en el siglo XVII y menos de 100 años después estalló su popularidad en Inglaterra, donde los ingleses hicieron su propia versión: el London dry, el gin clásico.
A los gines que incorporan innovadores ingredientes en su destilación se los conoce como “del nuevo mundo”, en los que se destacan otros aromas y sabores de botánicos autóctonos según la zona donde se prepara cada bebida.
El principio de elaboración del gin es más bien simple: evaporar alcohol infusionado y luego convertirlo en líquido nuevamente. Pero todo el proceso implica una alquimia que se teje con una infinidad de variables. Y ahí está la pasión.
“Lo más difícil es conseguir un buen alcohol, de buen gusto, que se macera con agua y los botánicos, durante hasta 36 horas. El preparado se tiñe y toma los sabores.
Luego, en el alambique, se hierve a determinada temperatura (ahí es donde está la mayor parte de la magia) y luego se sublima, es decir, se pasa de vapor a líquido”, explica Juan Francisco Murga, elaborador local.
El producto obtenido en el alambique es un alcohol a 80%, y debe bajarse al 40%. “Eso ya es gin, pero es importante dejarlo al menos 10 o 15 días almacenado para experimentar todos sus aromas”, explicó.