NOVELA
Perder la cabeza - Marcos Rosenzvaig
“Yo, Marco Avellaneda, que nací en Catamarca, que estudié en Tucumán y que a los veintiún años ya era abogado, pienso que una cabeza muerta sin brazos ni piernas ni cuerpo que la sostenga es casi inofensiva”. En forma de alegato, que recuerda a otros grandes alegatos contra la injusticia, la primera página de Perder la cabeza, más que interpelar la lectura, funda un vínculo estrecho con el lector. Alguien está declarando, no podemos dejar de escuchar. No es el discurso de quien está frente a un tribunal y justifica sus acciones frente a la amenaza de condena: la voz nos llega desde una cabeza ya arrancada, que se exhibe en la plaza pública como escena ejemplificadora. La brutalidad del terror no deja de lado la importancia de las construcciones simbólicas. Justamente ahí, en los sentidos que se producen alrededor de la derrota política, es donde se instala la palabra de Marco Avellaneda, una de las voces principales de esta novela. ¿Qué sobrevive a la muerte del cuerpo? ¿Dónde están los viejos amigos? ¿Qué pasó con las poblaciones que saludaban con entusiasmo las victorias de una causa ahora perdida? ¿Habrá otro inicio para este final y para los amores que tuvieron que ser postergados?
Junto al relato de Marco y su caída ante el rosismo, leemos la historia de Pablo, un joven militante de los años 70. Más que como un salto en el tiempo, ambos pasajes se leen como instancias textuales superpuestas, dos historias de lucha y persecución que se adivinan unidas por una misma vocación. En la huida de Pablo, la novela nos hace afinar el oído con la sensibilidad del perseguido, atento a sonidos sutiles que pueden ser el anuncio de la tortura o la muerte. A pesar del ambiente espeso del terror, la novela no se priva de una belleza intensa y triste. Las percepciones nos abren el mundo con todo lo que hay en él, aunque lleguen juntos el olor de las naranjas y el los cuerpos ensangrentados.
Entre los relatos que leemos aparece también la historia de los verdugos. Estos personajes son a veces tan comprometidos con sus causas que, a pesar de su infamia, aparecen como un espejo deformado de nuestros héroes. Otros, de vidas mediocres, nos recuerdan que el terror no solo es obra de grandes figuras nefastas, sino también una empresa artesanal de hombrecitos frustrados que encuentran sus minutos de poder. Pero también a los vencedores les llega el momento del desprecio y el olvido. Y llega el momento previo a la muerte, cuando aparecen preguntas parecidas a las de todos: ¿pervivirán las propias obras? ¿qué sentidos sobrevivirán? ¿para quién se lucha y por quién se muere? Llegado el punto final de una vida, perseguidores y perseguidos comparten una única forma de diálogo: solo pueden hablarle al amor y a los enemigos.
Nada es seguro, salvo la soledad y la muerte. Pero en medio de lo incierto, alguien vuelve a pronunciar un nombre desaparecido y la palabra conjura el olvido. Las misiones inconclusas hablan a las nuevas generaciones. No como nostalgia, sino como impulso vital que anota ideales antiguos con palabras nuevas. Así el amor y los alegatos. Así las cartas que no llegan a destino y, sin embargo, se escriben.
La voz de Marco Avellaneda, desanclada del cuerpo, recorre el desierto de la historia. No busca perdón. No perdona. Afirma la existencia de un tiempo donde la pregunta por la responsabilidad de cada uno ante los sufrimientos del mundo se resiste a morir.
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