Por Fernando Sánchez Sorondo

PARA LA GACETA - NUEVA DELHI

El primero en reconocerlo fue Félix della Paolera, a quien Mermet consideraba su “único lector”.

Tuve la suerte de conocer a César Mermet y de frecuentarlo cuando a los dos nos tocó compartir el oficio de redactores y creativos publicitarios. Mermet invitaba a comer a su casa y decía: “vénganse el viernes y el sábado”, militancia excesiva que sin embargo yo seguía al pie de la letra y que él continuaba, después de leer poemas suyos y nuestros, con una suerte de ensayo voluminoso comentando esos encuentros, que nos hacía llegar personalmente. Éramos de la partida Juan Manuel Palacio, Grillo della Paolera, José Luis Núñez Palacio y otros jóvenes desconocidos. Yo lo sentía cariñoso y cercano; recuerdo que decía de mí que era un “adorado de los dioses”… ¡Ojalá hubiera sido así!

Como Silvina Ocampo, como Federico Peralta Ramos, como Dalmiro Sáenz, como Enrique Molina, como Alberto Girri, como Omar Vignoli (el poeta y hombre de la vaca, que llevaba al Congreso), ya no quedan personajes así. Hace unos años lo reencontré de alguna manera. Fue conmovedor y sorprendente: me había tomado un taxi y leí en el respaldo del conductor el apellido Mermet. Le pregunté “¿qué sos de César Mermet? Fui muy amigo suyo”. “Su hijo –me respondió-, y vos sos Fernando Sánchez Sorondo, me acuerdo. Papá te quería mucho”. Sin duda uno de los chicos que corrían alrededor de la mesa en esas tertulias infinitas que el poeta ofrecía con Blanquita, su mujer.

La originalidad de Mermet tenía su correlato en sus poemas, poemas acaso inigualables en nuestra lírica, no sólo por su belleza sino también por la osadía maravillosa de su inspiración. Uno de ellos trascendió entonces y ahora por la libertad absoluta con que en él mezclaba lo prosaico con lo poético, entendido como una expresión natural y corriente, sin pretensiones iconoclastas.

Su título: “Shopping Center”. Vale la pena transcribirlo al menos parcialmente: “Gastar es delicia miserable, dolorosa y malignamente irreal /como un flotante orgasmo en el ajeno sueño. / En estas submarinas galerías del mito del fasto, / en estas exposiciones de modelos mentales, / alusivos brillos y señales preciosas / yo podría comprar cualquier cosa hasta cualquier hora / mientras la luz permaneciera inmóvilmente fría / y el aire sin olor ni memoria / ni olor a muerte ni a vida / y la música durara, funcionara, / suscitándome cielos viscerales, fosforescencia nerviosa / pululación parásita en el vacío del espíritu”.

Su revelación para mí fue un poemario suyo deslumbrante -Luz de Buenos Aires después de una sudestada-, que colmó la medida de mi admiración. Descomunal en todo, y especialmente en su obra siempre clandestina, inédita, un día recibí un llamado suyo donde me anunciaba: “Me echaron de la televisión por exceso de eficacia”.

En aquel entonces me impresionó su declaración, que hoy la leo como una suerte de semblanza acerca de mi amigo, su mejor autorretrato, y de su poesía: excesiva no sólo de eficacia sino de talento y maravilla.

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Más que un gran poeta*

Por Jorge Luis Borges

En una de sus cartas, Emily Dickinson dejó escrito que publicar no es parte esencial del destino de un poeta. Nunca sabremos si César Mermet conoció ese hoy escandaloso dictamen, pero su vida lo confirma. Prefería soñar, escribir y corregir eternos borradores. He conversado algunas veces con él; no me dijo que era poeta. Sé que era un curioso lector; su memoria estaba poblada de versos. Quizá pensara que publicar es resignarse a un texto definitivo. No diré que fue un gran poeta porque, en este caso, el epíteto disminuye al sustantivo. Diré algo más; diré que fue plenamente un poeta.

*Contratapa de Antología. César Mermet.

El paraíso*

Por César Mermet

Intenso, venidero, el árbol alto y solo

con majestad navega intacto tiempo;

en contra, el año avanza un terso instante

repitiendo las hojas sin moverlas;

entre oscilantes ramas el ahora

transparenta la cáscara del vuelo

y sopla en el plumón siguientes cielos.


Eternos pájaros la curva huella surcan,

buscan el quieto tránsito del mucho día,

velocidad suspensa tejen, cúpula-estela,

danza y escolta, sobre la progresión

absorta de la fronda en la flotante tierra,

a través de las anchas estaciones.


El árbol crece, en torno de su gloria

genera azul la copa espacios sucesivos

y en verde y cielo dura enorme siglo,

dispendio jubiloso, iluminada multitud sonora.


Enjambres de sí mismo, el árbol deja

encandilante bosque en la memoria,

un clima como nunca de jilgueros,

un para siempre fresco

rocío del oído.


Paterna duración, temprana voz,

merced a la redonda,

inclina, mueve, canta y llueve

sombra de la promesa

el árbol sobre el hijo,

que a su perpetua calma inmóvil yace

ya casi, o ya tal vez, vivido.


Tiempo y altura, dicha y vértigo en flor

colman su nada, sus ojos desbordados,

su voluntad perpleja, su vida consumada

en torno al entusiasta,

al múltiple esplendor andante,

al paraíso ausente,

al oreo mortal de una alegría excesiva;

talada, ardida fragata matutina,

perenne, derivando, florecida.

*1969.