Por José Claudio Escribano - Para LA GACETA - BUENOS AIRES
El 17 de noviembre de 1967 Juan Perón enviaba a un destinatario en Buenos Aires la carta en que evidencia su contrariedad con el gobierno del general Juan Carlos Onganía. Ha contribuido a su gestación por considerar una necesidad histórica el derrocamiento del presidente constitucional Arturo Illia, pero lo ha desilusionado por entero el primer año de la nueva administración.
“Si nuestros compañeros militares logran tumbar a Onganía y ocupar la Casa Rosada, lo demás se lo haremos entre todos nosotros”, asevera, ya con pocas pulgas al respecto el caudillo peronista. Así consta en la copia que integró el contenido de las cajas de su archivo personal, secuestradas el 8 de octubre de 1976 en Madrid, en un allanamiento coordinado entre el juez federal Rafael Sarmiento, fallecido años atrás, y la justicia española.
La medida había sido dictada a raíz de una investigación sobre disposición de fondos reservados de la Presidencia e involucraba, entre otros procesados, a la presidenta María Estela Martínez de Perón, desplazada por los militares el 24 de marzo de 1976, y en esos momentos en prisión, y a José López Rega.
Se trata de uno de los primeros documentos que se conozcan en que Perón habla de realizar acciones coordinadas con el radicalismo. En la terminología política de la época “el radicalismo” era la fuerza política encabezada por Ricardo Balbín; la fracción remanente de la división del viejo tronco de la UCR, que había gobernado como UCR Intransigente entre 1958 y 1962, respondía ahora al nombre de Movimiento de Integración y Desarrollo. Tenía como líderes, en rango parejo, al expresidente Arturo Frondizi y a Rogelio Frigerio, el non plus ultra del desarrollismo en la Argentina.
“Si se considera conveniente, previa y oportunamente –escribe Perón–, puede darse un manifiesto nacional en nombre de todas las fuerzas populares (Peronismo, Radicalismo, etc.) planteando la situación y dirigido en primer término a romper la inercia y a poner en marcha un movimiento nacional que, sin divisionismos ni banderías, se comprometa a encarar las tareas y los sacrificios que sean precisos para que, en plazo prudencial, se reintegre al Pueblo argentino la soberanía que ha perdido”.
Claves secretas
La carta está dirigida a un tal “Morales” y ha sido imposible determinar si concierne a un nombre en clave o no. En sus dieciocho años de exilio, y por razones obvias, Perón utilizó diferentes tipos de recursos a fin de desorientar a los servicios de inteligencia, argentinos y extranjeros, que lo seguían de cerca y procuraban saber lo que se proponía.
En Panamá, por ejemplo, segundo capítulo después de Asunción en su odisea como exiliado por América Latina, y antes de asentarse definitivamente en Madrid, Perón debió zigzaguear entre un enjambre de espías cuyo eje pasaba por la embajada argentina. Se hallaba a cargo de Samuel Allperín, un político activo y de militancia conservadora. La embajada cultivaba excelentes relaciones con la jefatura de la Guardia Nacional, que sabía sobre los movimientos de Perón más de lo que este hubiera preferido y era un bazar de informaciones supuestamente compartidas con los norteamericanos.
El lenguaje cifrado que utilizaba el ex presidente para confundir al olfato de una burocracia profesionalizada y entrometida en sus asuntos contuvo, con el transcurso del tiempo, y los sucesivos asilos, claves del tenor que sigue, según otros documentos que llegaron a conocimiento de La Nación:
•Montoneros, “Libertad”
•Anunciamos hecho importante, “Enrique”
•Retorno, “Navidad”
•Queremos que venga, “Manuel”
•Hecho ocurrido es nuestro, “Clara”
•Hecho ocurrido no es nuestro, “Anselmo”
•Gral. Perón, “Roble”
•Cámpora, “Toros”
•López Rega, “Estrella”, y así.
Entre los papeles de Perón se hallaba un segundo código secreto con el encabezamiento de: “No dejarlo jamás a la vista de ninguna persona. Tenerlo en lugar seguro, no llevarlo encima”.
Entre las casi 600 claves consignadas en ese código, “Vitelio” es Perón; “Ulrich”, Hermanas de Evita; “Urso”, Bernardo Neustadt; “Ursulina”, Gelbard; “Teresa”, Juan Rachini (diputado nacional en los años cuarenta y más adelante también, secretario general del gremio de Aguas Gaseosas por varias décadas y fuente informativa confiable de más de una generación de cronistas políticos de La Nación, desde 1946 hasta su muerte); “Rosendo”, Paro general; “Tais”, Héctor Cámpora; “Norberto”, Guerrilleros; “Hildegarde”, Situación peligrosa; “Leopoldo”, Recuerden quemar o destruir nuestras cartas.
Ocasión propicia para operar
En su carta del 17 de noviembre de 1967, Perón brama contra lo que considera una traición del general Onganía y su corte pretoriana respecto de las promesas políticas que habría recibido de los militares azules que propendieron al golpe contra Illia. No todos los militares azules lo habían consultado.
Lo hizo imposible el antiperonismo visceral en una miríada de ellos, como los que habían pagado con años de cárcel haberse sumado a la revolución del general Benjamín Menéndez, el 28 de septiembre de 1951, en particular los oficiales superiores del arma de Caballería. A los demás, Perón los acusa de que habiendo prometido “reparar los males provocados por un cipayismo enfermizo al servicio del imperialismo, no han hecho otra cosa que intensificar descaradamente la entrega incondicional del país junto con el destino de los argentinos”.
La carta a “Morales” destila urgencia por pasar a la acción contra Onganía. “No creo –dice Perón– que en el futuro inmediato pueda presentarse una ocasión más propicia que esta para operar”.
Por la forma en que Perón se expresa debe interpretarse que quienes conspiraban en Buenos Aires se sentían seguros de obtener sus objetivos a breve plazo. Daban, así, por liquidado al gobierno de Onganía, que duraría hasta mediados de 1970, y le hablaban a Perón de la constitución de un gobierno provisional que, en el término de sesenta o noventa días, someterá sus ideas de gobierno a plebiscito a fin de lograr un claro consenso popular.
Perón contesta que descree de los plebiscitos –”están muy gastados”, dice– y se manifiesta en términos que hoy pueden resultar de interés para políticos y politólogos sobre una delicada cuestión en debate: ¿es indispensable que la opinión pública conozca lo antes posible en detalle los programas de gobierno de cada una de las alianzas políticas, partidos y candidatos presidenciales? ¿O alcanza con trazar lineamientos generales y ciertas ideas-fuerza sobre lo que se proponen realizar de acceder al poder?
Frondizi sorprendió, incluso a algunos de sus más próximos adeptos, al anunciar en las primeras horas de su gobierno una política petrolera y de industrias básicas, como la petroquímica, que estaba en las antípodas de lo que había pregonado en su libro Política y petróleo y durante su desempeño como el más brillante legislador nacional del período 1946-1955. Había sido tal el impacto de Política y petróleo, que cuando Sukarno, presidente de Indonesia, vino en 1959 a la Argentina, ya con Frondizi en la Presidencia desde hacía un año, lo invocó elogiosamente en uno de sus discursos, sin que los funcionarios argentinos presentes atinaran a disimular su perplejidad.
¿Qué decir del giro inesperado de Carlos Menem, al llegar a la Casa Rosada treinta años más tarde, todavía con las patillas de Facundo Quiroga?
El más grave error
A meses de comenzar las jornadas electorales que culminarán el 10 de diciembre de 2023 es por eso interesante observar una vez más a Perón al respecto. Está urdiendo a fines de 1967 en aquella materia tácticas que habría celebrado el Viejo Vizcacha, a quien personificaba a veces con maestría. Dice Perón al destinatario de la carta: “…un plebiscito le obligará a comprometerse a cosas concretas en cuanto a duración del Gobierno y otras yerbas que, en mi concepto, no debe hacerse en forma rígida. Si considera que en cuatro años puede cumplir toda su labor, no tiene por qué decirlo y menos por qué comprometerse a ello”.
“Hay que decir genéricamente el menor plazo posible –insiste Perón–, que eso puede ser lo suficientemente elástico. El más grave error de la Revolución Argentina (la que llevó a Onganía al poder) ha sido precisamente cometer la indiscreción de anunciar sus designios quedantistas porque, desde ese momento, nadie piensa en otra cosa que en la manera de sacárselos de encima”.
Perón refiere en la carta a “Morales” que “nosotros en 1946, cuando nos hicimos cargo del gobierno, traíamos una planificación completa, disponíamos de un equipo de concepción y de más de catorce equipos de ejecución, capacitados y adoctrinados”. Sin embargo, dice, “cuando desatamos el paquete y nos enteramos de la realidad económica, no tuvimos más remedio que posponer los planes concebidos”.
Paralelismos
¿Era posible escribir con tal grado de hipocresía, habiendo sido Perón ministro de Trabajo y de Guerra y vicepresidente de la Nación hasta apenas meses previos a las elecciones de febrero de 1946? ¿Era posible desconocer con tal descaro la situación en que había quedado el país después de tres años en el poder de la revolución de 1943, de cuyo gobierno había sido desde el primer día él uno de los pilares esenciales? ¿Por qué habría de creérsele a Perón esa desvinculación de la que procura convencer al destinatario de la carta con relación al estado de cosas existente al 4 de junio de 1946?
¿Se le podría creer más, acaso, que a la vicepresidenta Cristina Kirchner cuando esta toma distancia de los compromisos con el Fondo Monetario Internacional y de todos los otros desaguisados cometidos por el prestanombre u hombre de paja que ha presidido el país en su representación desde diciembre de 2019, y a quien ella hoy humilla sin consideración?
El tiempo ha cambiado la nomenclatura del lenguaje político en estos ochenta años. Hoy, pareciera que ningún cronista que se precie puede abstenerse de usar palabras como “centralidad” –fuera de todo uso hasta no hace mucho–, último cliché de moda para referirse al meollo de una cuestión o al papel dominante que encarna en la política uno de sus protagonistas.
En un sentido, Perón y Cristina Kirchner se abroquelan casi del mismo modo, uno y otro, cuando pretenden ponerse a salvo de los propios zafarranchos. No innovan y utilizan un lenguaje clásico. Son los grandes acróbatas del “yo no fui” en ocho décadas de un movimiento político que se columpia desaprensivamente, abstraído de la disolución del capital económico, político y moral que han provocado en la Argentina.
Dice Perón, con la mayor gravedad: “…el país parado, descapitalizado, endeudado y con su economía manejada desde afuera. Todo el año 1946 y parte de 1947 nos llevó la situación y recién en este último pudimos poner en marcha el Primer Plan Quinquenal”. ¿Qué había hecho él, entonces, entre 1943 y 1946? ¿Nada, acaso? ¿Había sido un mero observador?
El macaneo de Perón sobre la situación económica y financiera heredada en 1946 es asombrosamente pormenorizado en otro documento que hemos tenido por igual a la vista. Allí, Perón escribe que “en 1946, cuando nos hicimos cargo del Gobierno, existía una deuda de 3500 millones de dólares, créditos por 1500 millones de la misma moneda, pero bloqueados”.
Dice también que “en 1955, cuando caímos, no teníamos deuda externa y disponíamos de una reserva de 1500 millones de dólares”. Macri fue una promesa frustrada desde la primera presentación ante el Congreso, en marzo de 2016, en que no supo, o no quiso por alguna motivación íntima que lo contuvo a último momento, y hoy le imputan sus propios correligionarios, inventariar, capítulo por capítulo, el país calamitoso que recibía.
¿Pero vamos a echarle a Macri la culpa también por el estado de la Argentina cuatro años antes de que naciera en 1959? Ese pareciera ser el propósito de Cristina Kirchner. Desprovista de defensas naturales para excusarse de los gravísimos errores de gestión de su gobierno putativo, se ha decidido por inculparlo a Macri de todo, hasta que el infierno se congele.
Precisiones
A septiembre de 1955, al triunfar la Revolución Libertadora, la Argentina estaba en verdad libre de deuda externa como argumentaba Perón, pero el régimen depuesto se había comido las reservas y los créditos. Lo demás es mentira: la deuda externa en 1945 era de 125 millones de dólares, no de 3.500 millones de dólares como asegura por escrito quien fue por tres veces presidente.
Las acreencias en 1945 no eran por 1.500 millones de dólares, sino por 5.500 millones de dólares. Éramos acreedores de los Estados Unidos y, sobre todo, de Gran Bretaña. Y, cuando Perón renunció en septiembre de 1955, con el trasfondo de una revolución que hora a hora se fortalecía, ante una junta de generales de división en principio adictos que para su sorpresa la aceptaron, las reservas del Banco Central no eran de 1.500 millones de dólares como él afirma, sino de 170 millones. Para más conocimiento sobre este tema, se puede consultar el trabajo Las Reservas del Banco Central en perspectiva histórica y comparada, elaborado por el Ieral, el instituto de investigaciones económicas y financiera de la Fundación Mediterránea.
En otro documento más, este del 25 de mayo de 1963, a un mes y medio de los comicios nacionales en que vencería la fórmula radical de Arturo Illia-Carlos H. Perette, y convalidaron después las juntas electorales que todavía subsistían por imperio de régimen electoral indirecto, Perón se había dirigido por vía reservada a sus partidarios: “Como no es posible permanecer inermes ante la amenaza de la violencia gorila –dice– será preciso que, mientras se libra la batalla en las urnas, las organizaciones clandestinas de defensa trabajen febrilmente en su misión específica hasta alcanzar la mejor organización y el más alto grado de preparación”.
Concluye con un juego de palabras que desnuda por completo la personalidad del personaje y autor de los documentos que aquí se glosan: “No somos partidarios de la violencia y por eso mismo debemos prepararnos para no sufrirla”.
O sea, armémonos y alistémonos al máximo. ¿Por qué habrían de llamar la atención, entonces, el terrorismo de hace cincuenta años por el que todavía la Argentina está pagando las consecuencias?
© La Nación