Nos pueden robar todo, menos la libertad de pensar

Nos pueden robar todo, menos la libertad de pensar

“No es el pasado lo que nos detiene, es el futuro; y cómo hoy lo debilitamos”, sostenía el psiquiatra y filósofo austríaco Víctor Frankl, creador de la logoterapia y autor de varias obras, entre ellas el bestseller “El hombre en busca de sentido”, escrito luego de haber estado encerrado tres años en cuatro campos de concentración nazis.

Frankl desarrolló la perspectiva de encontrarle un significado a la vida aún en las circunstancias más desoladoras. Se esforzó por prevenir numerosos intentos de suicidio entre los detenidos, alentándolos a reflexionar sobre momentos y pensamientos positivos, y se convirtió en una luz en la oscuridad de la desesperación de los campos de tortura y extreminio. Fue el origen de la logoterapia, una técnica que se centra en “sanar a través del sentido”, en base a que la búsqueda de un significado es la motivación primaria del ser humano.

Frankl dejó un legado que sigue inspirando a profesionales y buscadores de significado en todo el mundo, haciendo énfasis en que incluso en medio del sufrimiento, la vida tiene propósito y el espíritu humano puede prevalecer.

“Cuando ya no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”, guiaba este psiquiatra, que perdió en los campos a sus padres, a su esposa y a su hermano. “Las decisiones, no las condiciones, determinan quiénes somos”, agregaba.

Hace unos años, luego de perder a mi madre y antes a mi padre, en una conversación con un psiquiatra, le describí el profundo vacío existencial que me abrumaba. Luego de escucharme largo rato me preguntó: “¿Por qué no te matás?” La pregunta me dejó en shock y sentí un frío repentino en todo el cuerpo. “No sé por qué me sugerís eso”, le respondí azorado. Entonces me aclaró: “Lo que te estoy sugiriendo es que vos te respondas esa pregunta, porque en las respuestas sinceras de por qué no te matás encontrarás el significado de tu vida, el sentido de por qué querés seguir vivo, y tendrás un propósito para seguir adelante”.

Aún no lo sabía, pero con un sacudón acababa de conocer la logoterapia.

Nos trajo a la memoria este libro de Frankl, traducido a más de 50 idiomas, que releí hace poco, porque su terapia no sólo se proyectó en el campo de la salud mental y de los tormentos personales, sino también en la psicología de masas, la filosofía, la sociología y la política, por ejemplo. “Nuestra mayor libertad humana es que, a pesar de nuestra situación física en la vida, siempre somos libres de escoger nuestros pensamientos”, advertía.

Uno, dos, ultraviolento

Los argentinos elegiremos mañana quién será el próximo presidente durante los próximos cuatro años. En medio de enfrentamientos verbales violentos y ofensivos, y a veces físicos, las personas más radicalizadas, sesgadas, obcecadas y sectarias, proponen una sociedad bipolar, blanco o negro, sin colores. Todo o nada en la fraudulenta grieta.

Un discurso corrosivo que desciende de la propia dirigencia, que en su incapacidad para resolver problemas básicos, en su incompetencia recurrente para instalar discursos de unidad, de empatía, y en la inutilidad de poder anteponer asuntos de Estado prioritarios a las rastreras mezquindades personales, desparraman la ponzoña a diestra y siniestra. No es otra cosa que una enorme impotencia. Cuando los argumentos son insuficientes o contradictorios aparecen los alaridos, la furia y la fuerza bruta.

No representan a la mayoría de los argentinos más moderados, tolerantes, flexibles y solidarios, pero son los más ruidosos, los que imponen sus broncas y sus frustraciones a los gritos, cuando no a las trompadas.

“Ser tolerante no significa que comparta la creencia de otra persona. Pero significa que reconozco el derecho de otro a creer y obedecer a su propia conciencia”, enseñaba Frankl.

Tanto que enarbolaron y enrostraron derechos en estos 40 años de democracia recuperada, no se respeta siquiera el derecho del otro a pensar diferente, a abrazar otras creencias, a bregar por ideales distintos a los nuestros. Uno de los derechos más básicos que en Argentina son atropellados permanentemente.

El que piensa distinto es el enemigo, es un delincuente, una basura, un descerebrado, un desforestado mental, una rata que debe ser exterminada. Adjetivos que no hice más que recoger de los foros y las redes sociales por tan repetidos. Que la verdad jamás arruine un buen libreto para descalificar y humillar al otro, parece ser la premisa.

Es bastante simple entender que todo lo que hacemos y decimos nos describe continuamente, porque nadie puede evitar hablar siempre de sí mismo. Sin darnos cuenta, hablamos de nosotros todo el tiempo, incluso cuando hablamos de los demás. La psicología más elemental nos enseña que lo que decimos del otro dice mucho más de nosotros mismos que de ese otro.

“El conocimiento de tu propia oscuridad es el mejor método para hacer frente a las tinieblas de otras personas”, sostenía el psiquiatra suizo Carl Jung. Y agregaba: “Lo que niegas te somete; lo que aceptas te transforma”.

Los idiotas

“Está idiota del sueño”, suelen decir las madres cuando un hijo se vuelve intratable porque no ha dormido lo suficiente. Se sabe que el cansancio genera malhumor. Y gran parte del enojo generalizado que existe entre los argentinos no es producto de una intolerancia y violencia innata, sino que se origina en el hartazgo con la política. Por un lado, porque en estas cuatro décadas el sistema republicano ha funcionado muy mal, cuando no es inexistente en algunas provincias, y la democracia sólo ha empeorado los desastrosos índices económicos que dejaron el último gobierno peronista y luego la dictadura, además de haber sumado o agravado serios problemas que antes casi no existían: inflación muy alta, narcotráfico, inseguridad, desempleo, pobreza, caída del salario, aumento del empleo informal, bajísimo acceso a la vivienda propia, proliferación de asentamientos marginales, falta de justicia, endeudamiento, escasez de oportunidades para los jóvenes, déficit de infraestructura y éxodo de mano de obra calificada, entre otros, como la corrupción pasmosa.

Por otro lado, la fatiga crónica que provoca un país sometido a un estado de campaña electoral permanente. La agotadora y costosísima carrera proselitista que mañana se termina lleva más de un año, aunque aún faltarán el escrutinio, la transición, la conformación del nuevo gobierno y los primeros estresantes meses de gestión. Y los años que no son electorales, 2022, 2020, 2018, etcétera, es cuando se aprestan las alianzas, las candidaturas, las listas y las roscas políticas para el año siguiente.

Se trata de un círculo vicioso en el que se subyuga a la ciudadanía a tensiones y enfrentamientos sin pausa y a ser espectadores de un circo narcisista y codicioso, en el que se dilapidan millones y millones que el país no tiene y tanto necesita, con 20 millones de pobres y cinco millones de personas que no comen todos los días.

Un drama que quizás se inició con la reforma constitucional de 1994, surgida del oscuro Pacto de Olivos rubricado ese mismo año por Carlos Menem y Raúl Alfonsín, en el que se acortaron los mandatos presidenciales y senatoriales, y se impuso una condición de proselitismo ininterrumpido. Después de todo, los políticos saben que “el hombre es un ser que puede acostumbrarse a cualquier cosa”, como advertía el brillante escritor ruso Fiódor Dostoyevski.

Este agobio electoral debería integrar la lista de prioridades a reformar, aunque es improbable que los protagonistas del problema sean parte de alguna solución.

Sería importante recordar mañana en el cuarto oscuro, o en el ausentismo consciente de quedarnos en casa, otra de las genialidades del psiquiatra austríaco: “A un hombre le pueden robar todo, menos una cosa, la última de las libertades del ser humano, la elección de su propia actitud ante cualquier tipo de circunstancias, la elección del propio camino”.

Porque como citamos al comienzo, no es el pasado lo que nos detiene, es el futuro, y entonces cabe una íntima pregunta: ¿qué tanto estamos debilitando hoy nuestro futuro?

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