Seis pequeñas e inolvidables historias de Argentina campeón en Qatar 2022

Pasó un año de la consagración que emocionó a todo el país. Un recorrido por un momento único.

MOMENTO DE GLORIA. Messi con la Copa del Mundo, una imagen que quedará grabada a fuego en cada argentino. reuters (archivo) MOMENTO DE GLORIA. Messi con la Copa del Mundo, una imagen que quedará grabada a fuego en cada argentino. reuters (archivo)

1 - Palabras

Justo en la fila de arriba, escudriñando la cancha acorazado por los lentes de siempre, asoma Ezequiel Fernández Moores. A la izquierda, Leo Noli con la notebook en llamas y LAGACETA.com reclamando definiciones de la final del Mundial de Qatar 2022. Abajo, Alejandro Magdaleno -entrañable colega del diario La República, de San Luis- y la melena plateada que no se le queda quieta. El palco de prensa de Lusail es enorme, pero Kylian Mbappé acaba de estampar el 2-2 y la sensación de asfixia es absoluta. Alguien pretende martillarle clavos a un ataúd que no debería estar ahí.

En fin: alargue, gol de este lado, gol del otro, penales, “Dibu”, Montiel, escenario, Copa, Messi. Telón. Todo en un rato, en un palco que de pronto vuelve a ser espacioso, luego se achica y de inmediato se ensancha por toda la península arábiga. Hay que narrar ese viaje y ¿con qué palabras? ¿Quién las tiene? ¿Cómo contar ese instante del 2-2, cuando los brujos parecían determinados a nublarnos el camino? ¿A quién se le ocurrió robarse las palabras en la espléndida noche de Doha? ¿Y cuándo las devuelve?

La palabra puede ser estrella. La tercera ya. Qué privilegio, sólo comparable al que disfrutan brasileños, italianos y alemanes. Puede ser felicidad, se cae de maduro. Y al cabo de un mes en un país que de miliunochesco tiene poco -tal vez la belleza infinita del desierto o el sol poniéndose sobre la bahía de Doha- la palabra es, seguramente, Messi. Palabra totalizadora, más símbolo que apellido. Pero hacen falta más palabras, alfas y omegas que rodeen el relato de Messi y ayuden a dotarlo de sentido. Detrás de los hechos y de las imágenes, de Messi con la Copa, fue y es el tiempo de las palabras. No es fácil hallar esas que terminan siendo justas y perfectas.

2 - Un poco de fútbol, no mucho

Poco antes del Mundial, el “equipo de memoria” incluía a Paredes, De Paul, Lo Celso y Lautaro Martínez. Y en cuestión de días el “equipo de memoria” formó con Enzo Fernández, De Paul, Mac Allister y Julián Álvarez. Moraleja: los “equipos de memoria” padecen el síndrome de la fragilidad extrema.

Las razones son múltiples: una lesión (Lo Celso), una derrota incalculable (Arabia Saudita), rendimientos que suben y rendimientos que bajan en plena competencia. Gente que va al banco sin patalear (Paredes, Lautaro); gente que captura la oportunidad y, sencillamente, rompe los esquemas (Enzo, Alexis, Julián). Es la finísima frontera en la que se mueve el líder en su circunstancia: la toma de decisiones.

Lionel Scaloni y su staff se habían recibido de brillantes estrategas cuando dispusieron los alfiles en la final -Di María de wing izquierdo rompió el equilibrio-. Sí, planificar el partido más importante de todos y hacer blanco llevó a Scaloni a otra dimensión. Pero antes debió afrontar otra tarea delicadísima persuadiendo egos, convenciendo del rumbo tomado. Todo lo que Jorge Sampaoli había hecho mal en Rusia, Scaloni lo hizo bien en Qatar. Para empezar, reminiscencia de la gesta bilardiana de México 86, ayudar al mejor futbolista del planeta a levantar la Copa. El resto es fútbol: resurrección contra México, baile a Polonia, absurdo sufrimiento contra Australia y “andá pa allá, bobo” en cuartos. Fútbol que pasó volando.

3 - Era el amor nomás

Se lee “penaltina” o “Mundial regalado por la FIFA”. Hay muchísimo más, es cuestión de asomarse a las redes. A esta gente, descripta con formidable pericia por Umberto Eco como “el tonto del pueblo”, hoy se le dice hater. Odiador. Lo que emana de allí -no hace falta un análisis sociológico para entenderlo- es envidia lisa y llana. A esa amorfa masa de envidiosos la deglute, de un solo bocado y con sencilla e inmediata digestión, el amor de un pueblo. Porque si algo no soporta el hater es la fiesta.

El Mundial paralizó el país hasta llevarlo a un insólito estadío de fiesta permanente, un diciembre dionisíaco, horror en estos tiempos en los que sólo vale la utilidad como garante de legitimación social. Pues bien, Argentina fue una fiesta pasional y, por sobre todo, amorosa. Un tiempo suspendido que proporcionó la fórmula de la felicidad. “El origen de la cultura no es la guerra, sino la fiesta”, subraya el filósofo Byung-Chul Han. Y la del Mundial fue una de las fiestas más hermosas.

Transformada en una gigantesca discoteca/boliche sin patovicas en la puerta, membresías ni pulseritas VIP, Argentina mutó en una fiesta de y hacia todos. Nadie -nadie- quedó afuera. Para desgracia de esos haters chiquitos e infelices, se celebró bajo el lema maradoniano “la pelota no se mancha”. Máxima a la que Messi le agrega, de su maravillosa cosecha, “la pelota no se agrieta”. El amor, siempre, es más fuerte. Y hay amor después del amor.

4 - La sombra de una duda

En aquellos febriles días qataríes se hablaba de Joško Gvardiol como de una suerte de golem, mezcla de Franz Beckenbauer y Fabio Cannavaro. Prometeo de la modernidad futbolera, Gvardiol se había comido en un pancho a la delantera brasileña. Uno a uno -Neymar, Richarlison, Vinicius, Raphinha, Rodrygo, Antony- desfilaron por el patíbulo que Gvardiol construyó en la puerta del área croata, y uno a uno perdieron la gambeta, guillotinada por la implacable ferocidad de Gvardiol. En esa inédita Plaza de la Concordia, con Gvardiol disfrazado de Robespierre, rodó la cabeza brasileña en cuartos de final. Gvardiol representa al defensor perfecto (¡y con apenas 21 años!), sostenían en Doha. También lo pensaba Guardiola y por eso Manchester City les pagó a los alemanes de Leipzig 100 millones de dólares por el pase.

Pero tirarle el camión encima a Raphinha o fajar a un peso pesado como Richarlison es una cosa; toparse con Messi es otra novela. Porque lo que Messi inocula en la sangre del adversario que lo enfrenta es el veneno de la duda. Entonces la duda deja de ser la jactancia de los intelectuales para convertirse en la perdición del zaguero central. Del influjo de Messi, aguijón letal si los hay, el defensor debe escapar. Lo dicen los manuales. Medusa convertía en piedra a quienes le desafiaban la mirada; Messi no anda muy lejos.

Por eso Gvardiol queda cara a cara con Messi y duda, por supuesto que duda. Messi flota pegado a la banda y Gvardiol lo acompaña en una danza macabra, casi como un palafrenero, incapaz de barrerlo, cruzarlo, hasta de tirarle una patada. Lo que no quiere Gvardiol, de ninguna manera, es hacer el ridículo. Y Messi, consciente de que el gigante es ahora un liliputiense más, lo domina, lo pasea, lo arrastra y lo convierte en testigo privilegiado del pase atrás para el gol de Julián. Argentina 3, Croacia 0. Gvardiol buscará, hasta el fin de sus días, el antídoto que le quite del corazón la sombra de esa duda.

5 - El tren de la historia

Si conociéramos las estaciones donde se detiene el tren de la historia las cosas serían más sencillas. Pero ahí radica el truco. Son paradas aleatorias, un poco mágicas, siempre inesperadas. Nadie vende los tickets para ese convoy, sencillamente aparece y hay que subirse. Eso sí: la regla no escrita indica que suele pasar una vez en cada vida. Más ya es una cosa milagrosa. Y lo más probable es no encontrarlo jamás.

La cuestión es que el 18 de diciembre de 2022, “Dibu” Martínez y Randal Kolo Muani coincidieron en el andén, materializado como en los libros de Harry Potter, para descubrir la desagradable noticia de que sólo había lugar para uno de ellos en el camarote.

Por estos días en Francia se revisa la jugada y los hinchas se tiran de los pelos. Un ejercicio de masoquismo colectivo, a imagen y semejanza del “era por abajo” de Rodrigo Palacio en el Maracaná. Claro, no era Mbappé, quien seguramente habría cruzado el tiro, se flagelan les bleus. Así que miden vectores, ángulos, recorridos posibles de esa pelota maldita, para comprobar que el arco estaba abierto como una flor del desierto, casi un regalo de Navidad.

Kolo Muani ve venir el tren de la historia tocando pito, a la máxima velocidad, y ya se saborea destapando el mejor champán (francés, obvio) en el coche comedor. Pero la locomotora no es de un negro reluciente, como esas de las películas. Es de un verde absoluto y lleva el número 23 estampado al frente. Kolo Muani ¿se obnubila? Quién sabe. Tira fuerte, carente de sutileza y de inspiración. Ya es tarde para él.

En cambio, “Dibu” lo ve todo al mismo tiempo, en un parpadeo. El tren, el vapor emergiendo de la máquina, el brillo del pasamanos, la sonrisa del guarda con el pin de la Copa del Mundo prendido en la solapa del uniforme. Lo de “Dibu” es, en esa milésima de segundo, una explosión, un manojo de brazos, piernas y torsos, una abrumadora masa lovecraftiana que engulle a Kolo Muani. Y así un tal Martínez, marplatense de nacimiento, sube feliz al tren la historia para no bajarse nunca más.

6 - La resaca de una ciudad

Llegamos de Qatar el martes 20 de diciembre, muy tarde, de noche cerradísima y, sobre todo, con hambre. Desandamos la autopista hacia el microcentro y por alguna razón salta la comparación con aquel regreso desde Rusia, silencioso, derrotado, como con vergüenza. De aquel pecado capital futbolero a esta albiceleste virtud cardinal mediaron más de cuatro años que parecen cuatro siglos. Por ambas geografías anduvimos con Leo Noli y entonces nos felicitamos en silencio. Estamos un poco más viejos, sí, y congratulados por haber hecho del periodismo una pasión. Bendito periodismo que nos convirtió en testigos de la agonía y del éxtasis, paseándonos por el mundo e invitándonos a contarlo. Y Buenos Aires se ve tan susceptible, justo en ese momento, que de sus calles azules rezuma una resaca pocas veces experimentada.

Caminamos por una Corrientes de persianas bajas. “No bombardeen Buenos Aires”, rogaba Charly. Esta vez no le hicieron caso, aunque no son cráteres de horror bélico lo que se percibe en el ambiente, sino una electricidad que se adhiere a la piel. El eco de una multitud que horas antes atascó la ciudad y la bombardeó para transformarla en un ser vivo y sintiente.

Buenos Aires, agotada y feliz, se entregó embriagadísima al sueño más dulce. Hasta que detrás del vidrio de Banchero, tan tradicional en su porteñidad, alguien se apiadan y abre una puerta que ya lucía el cartel “cerrado”. Será el amable efecto contagio de tanta alegría, ¿no? Agradecidos, pedimos una pizza y, finalmente, como a todos, nos cae la ficha y -sin palabras- brindamos por Argentina campeón.

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