El último libro de Selva Almada

textos que dialogan con cuentos de Juan José Hernández.

19 Mayo 2024

RELATOS
LOS INOCENTES
SELVA ALMADA
(Dirección Editorial de Entre Ríos)

La lectura del más reciente libro de Selva Almada, Los inocentes, hace unos meses ya, luego de adquirido durante la Feria del Libro de la Capital Federal, lo volveríamos a leer días antes de su presentación en la Biblioteca Nacional en octubre pasado, nos pondría ante la circunstancia siempre efímera y dichosa de la multiplicación de los libros: un libro que nos recordaba otros libros y en particular en esta primera instancia, a Juan José Hernández (1931-2007), un autor de provincia (Toukouman era su Ítaca); o como solía espetarle la directora de la hidalga Revista Sur: “no digas que sos tucumano porque no lo parecés”.

Nos explicamos. Desde el mismo título y en el desarrollo de los seis textos que integran el volumen de Almada, mientras recorríamos, tras una prosa económica y acre, las diferentes vivencias de personas menores de edad (niños, según lo establece, hasta la fecha, la Constitución Nacional); eso es lo que teníamos en la mente a la vez que íbamos ordenando viejos libros con nuevos libros: el fuerte grado de desamparo y exclusión política y territorial (estos ejes no como una mera operación discursiva), circunscriptas a un pueblo chico, o más bien un villorrio, entablaban un diálogo imaginario, en especial con dos cuentos que quisiéramos referir: “El Inocente” (1965) y “Como si estuvieras jugando” (1963); en ambos los personajes presentados son infantes y púberes, que bajo diferentes máscaras deben incurrir en una representación benévola de la propia realidad que los violenta (los apremia: el estómago y el miedo son anteriores a cualquier complejidad teórica), para procurarla llevadera o aventurada, valiente o deplorada. Los protagonistas de los relatos de Almada encuentran en la dureza, el ensimismamiento y la crueldad, esa vía sin enmienda (de vez en cuando un fantasma recorre las páginas y es el fantasma de Silvio Astier, otro personaje que debió traicionar para salvarse); el límpido y tenaz castellano empleado por Hernández (“Inés no conocía el pueblo. Pasaba largas horas sentada sobre una lona, en el piso de tierra de la cocina, mientras su abuela picaba las hojas de tabaco, mezclada con granos de anís, para fabricar cigarros de chala.”) y el estilo concentrado de Selva Almada, retráctil  a cualquier procedimiento retórico (“Una vez su mamá le dijo que a la gente no le gusta saber que eso que come estuvo vivo: la gente es estúpida, no les digas lo que no quieren oír.”), logran reflejar e interpelar la intensidad de los hechos y sus recovecos: ensayan el feliz experimento de la imaginación para hacer notar algo que podría ser aplicado a otra posible definición de un género clásico, el del terror: la sensación de que todo va a derrumbarse en cualquier momento.

La palabra, bien cultural

Ninguno de los autores que nos ocupan se propuso escribir para un público determinado. Sin embargo, en otra de las afinidades librescas, los escritos han conocido la publicidad de los programas ministeriales de lectura enfocados en factibles lectores pertenecientes a un rango etario escrupuloso; en uno de los prólogos que anteceden a las demás ficciones incluidas en “El libro de lectura del Bicentenario. Secundaria I” (2010), publicado y distribuido por el Ministerio de Educación de la Nación, leemos que: “La verdadera igualdad de oportunidades está en asegurar el acceso universal a los bienes materiales y culturales. A todos ellos por igual. Y la palabra es un bien cultural cuya riqueza debe ser distribuida con equidad, para que estas generaciones y las futuras puedan ser más libres y contribuyan en la tarea de construir un país mejor”; en el mismo sentido en la contratapa del volumen debido a Dirección Editorial de Entre Ríos, leemos que “Los inocentes tiene el agregado de haber sido pensado para que lo lean jóvenes de los colegios entrerrianos y para que descubran en estos cuentos las puertas necesarias para entrar o seguir recorriendo la literatura”. Sobre las designaciones comerciales (marbetes editoriales) respecto de su literatura y sus eventuales consumidores, María Elena Walsh (1930-2011) observó: “Lo infantil, al caer en manos de algunos escritores cultos o de docentes olvidados de la infancia real y concreta, se contaminaba de contenidos extraliterarios. Mi aporte fue consciente sólo en el querer usar el lenguaje como juego. De ello hay antecedentes en la literatura popular. Yo no estaba inventando nada, sólo recuperándolo”. Entonces, fidelidad a la circunstancia del entorno y recobrar para los libros sólo aquello que se ha perdido para siempre (ninguna moraleja en ninguna parte). Como si sólo se tratase de recordar. Se pueden escribir muchas cosas con lo que se sabe, pero más se puede escribir con lo que no se sabe, porque hay que imaginarlo. A veces es todo lo que sabremos del mundo.

Resumiendo. Un libro supone a alguien leyendo un libro e implica descifrar códigos en el mundo, sopesar esos atributos, confrontarlos y optar; porque leer es decidir. Ojalá les ocurra lo mismo que al infrascrito y mejor aún, les sea concedido un deseo (en uno de los cuentos que glosamos acontece ese prodigio) al voltear las hojas de este libro de Selva Almada: “para no olvidarme de lo poco que me acuerdo, para seguir acordándome cuando sea grande y me pregunten”.

© LA GACETA

Alberto Cisnero

Temas Tucumán
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