Al mal tiempo: un ajuste animal

El bar sirve el mejor café desde hace más de medio siglo. Es decir, el universo centenario de esta costumbre que el filósofo Walter Benjamin llamó “pasión por la espera”. Allí se puede pedir el pocillo, la jarrita, la taza de café solo, o sus variantes con leche, que van desde el cortado cargado hasta lo que muchos llaman -en términos vasoconstrictores- “lágrima”. Quizás ofrezcan café con crema los años bisiestos, y pare de contar. No se encuentran denominaciones extranjeras derivadas de la camorra como “macchiato”, “lungo” ni “cosa nostra”. Tampoco “frappé”, que es una imperdonable transgresión, ni dibujitos en la espuma, ni menos el café que se obtiene de la tan cotizada semilla obtenida artesanalmente de la caca del mono civeta. Así como algunos piensan que la diferencia entre el cerdo y el chancho es el dueño, allí el buen café se distingue principalmente por quién lo prepara.

Los dueños y empleados se jactan de no haber servido nunca un café frío ni de haber quemado un solo dedo al calentar el pocillo. Además, siempre tienen a disposición esa frescura inseparable del café: la soda, y de la buena. No “agua con el gas aparte” como en otras cafeterías donde las burbujas se calculan cuentan con los dedos de una mano.

El bar está ubicado en un lugar importante, estratégico en estos días (enfrente de la Plaza Independencia); pero los tucumanos de hoy no entienden que antes no estaba sólo en un “lugar importante” sino en el punto clave de la vida social tucumana: allí se daba la milagrosa comunión de pocillo, medialuna salada y quiniela. Está a dos pasos del epicentro del sorteo de la tómbola, cuando la quiniela era otra cosa. Una maravillosa experiencia del siglo pasado que cuesta explicar a los tucumanos de hoy. Que intente alguno de ellos, jóvenes aficionados al brunch, pedir allí un tostón con palta y tomate cherry, y comprenderá el significado de la expresión “choque de culturas”, sobre todo el primer concepto.

La pizarra de la Caja Popular de Ahorros era, hace unas décadas, el centro del mundo social de la provincia. Las cifras que aparecían (solo dos veces al día, nada más que tres números por entonces, así como también eran menos los números de teléfono) se difundían desde allí a toda la provincia. No había celulares, correos electrónicos ni redes sociales. El pony express estaba más cerca de la publicidad de entonces que nuestra tecnología. Los primeros lugares donde impactaban las buenas o malas noticias eran una serie de nodos fundamentales de la vida timbera: entre ellos destacaban la Sarmiento y Maipú, la plaza de Tribunales y la Plazoleta Mitre. Más de un pícaro corría desde la pizarra ni bien veía el número que salía a la cabeza, hasta la Plaza Irigoyen para apostar conociendo el resultado. Es que el sistema de comunicación oficial demoraba minutos preciados en ser comunicado oficialmente en boletines.

En esta ocasión, los amigos se encuentran una vez más allí. Siempre son más o menos los mismos, sin ningún tipo de coordinación para reunirse.

-¿Che, no vino el tipo que pasea a Pita? Ayer no apareció. ¡Cómo jode ese con el perro! Pero miren, ahí viene solito. Pita sin el perro, quién lo diría.

-Salú, amigos. Cafecito, Pablo, gracias.

-¿Y el perro? ¿Lo dejó salir solo?

-No me gasten. No estoy para bromas con ese tema.

-¡Uh, no me digan que el Alex…!

-No, ese perro desagradecido está mejor que bien. Es así: este año lo exprimió al máximo. Fuimos a cazar, en la competencia regional, ¡y en la nacional de la Asociación de Ovejeros Alemanes hicieron un gran papel!

La cosa es que el viernes le quiso poner la correa para ir a entrenar y el Alex no quería saber nada. Lo dejó pasar. A la tarde lo buscó para dar una vuelta a la plaza. Ni bola. El domingo igual. El lunes, nada. Hasta el gato quería que le pusiera la correa. Fue entonces al entrenador, que lo mandó al veterinario, y él lo derivó al psicólogo.

-Eh...

-Pará, que el psicólogo le hizo una última derivación: ¡al abogado! ¡Tomá!

Llegó con el Alex a un estudio jurídico especializado en mascotas. Lo atendió un joven trajeado que le dijo que debía abonar la consulta (50.000 pesos) y que no podía intervenir porque había una cláusula de confidencialidad.

Lo más raro es que el perro sí cambió de actitud. Él prestaba atención a lo que le decía el abogado y cómo entusiasmaba al Alex. Era raro; en vez de escuchar, por caso, “sit”, sentía “AFIP”, y el Alex obedecía. En vez de “carrera al poste”, juraría que le decía algo que terminaba con “aportes”. Salieron los dos juntos. “Caso resuelto”, sentenció el jurista.

-¿Qué le dijo?

-Que lo lleve de nuevo en cuatro años, que es normal y que todo está en orden.

-¡Pero, ¿cuál era el diagnóstico, Pita, por Dios?!

-Retiro voluntario. Cuatro años, un tercio menos de alimento, pero libertad de acción. Parece que quiere trabajar con un ciego por su cuenta para ahorrar, y tiene ofrecimientos de una empresa de vigilancia con sucursales en todo el mundo.

-¡No te puedo creer!

-Y me advirtió que es ilegal incorporar otro perro que cumpla sus mismas funciones.

-A la pelota...

-Encima, al gato lo vieron en el techo de la Anses.

-Pero… ¡Qué ajuste animal!

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