En 1975, el jefe del radicalismo, Ricardo Balbín, caracterizaba a Videla como “general de la democracia”. Y en 1976, en una declaración firmada junto a Raúl Alfonsín -el “padre de la democracia”-, Illia, Perette, Angeloz y de La Rúa, entre otros dirigentes de la UCR, expresaban que “La ineptitud presidencial -de Isabel de Perón- y la falta de respuestas estabilizadoras y legítimas por parte del entorno, en medio de una realidad económica de improvisación inocultable y de una indisciplina social anarquizante, más la presencia de organizaciones para la subversión y la violencia que angustiaron al pueblo, abrieron el camino para que las Fuerzas Armadas ocuparan el poder”. Ni la cúpula del Proceso se justificaría mejor (el Partido Comunista salió a esclarecer al mundo acerca de las virtudes políticas de Videla y Cia.). Los “apóstoles de la democracia” -una apergaminada Unión Democrática otra vez revivida- no podían esperar a que hablara “la sagrada voz de las urnas”, que se respetaran los términos constitucionales (las elecciones debían darse apenas un año después, y podría haberse negociado su adelantamiento). Es dable conjeturar, entonces, que “esperar” o “respetar” el cumplimiento de las normas constitucionales, para “los demócratas opositores”, les devolvía -aún considerando la inepcia de buena parte del gobierno- la escenografía del pánico: el peronismo volvería a ganar; la sombra invencible del General se cernía sobre ellos. Y esa sombra resumía todavía los resplandores de las grandes conquistas. Había que voltear a Isabel, no por la triple “A” de López Rega, ni por la “indisciplina social anarquizante”, ni la “presencia de la subversión”, ni por las falencias gubernamentales, sino porque no dejaba de ser el peronismo. Había que voltearla ante la mínima posibilidad de que encauzara el país, a los barquinazos, a lo mejor, por la senda de la recuperación nacional. Había que eliminar esa mínima posibilidad. Y apoyaron abiertamente al siniestro golpe del “Proceso” y la primera presidenta mujer del .mundo, elegida democráticamente, sería también su primera víctima. Isabel, pese a sus limitaciones, no dejó de mostrar lucidez y algo de la fibra que, sin dudas, viera Perón en ella y, ante diversas y cotidianas presiones, había exclamado: “Vean, yo no renuncio ni aunque me fusilen. Porque renunciar acá sería convalidar lo que va a venir después”. Nunca renunció; los golpistas la arrestaron y mantuvieron presa por cinco años, sin causa ni proceso, infamemente; y “lo que vino después”, comenzó de inmediato a mostrar su más feroz y despiadado rostro. Al ser derrocada, Isabel, con una “economía de improvisación inocultable” que decían los golpistas, dejó una deuda externa de 4.500 millones de dólares. El «Proceso» la llevó a la suma sideral y delictiva de 45.000 millones; Alfonsín a 60.000 millones y Menem a 145.000. Los números que siguen son tan demenciales que significan casi la liquidación del país y comprometen la vida de varias generaciones de argentinos.
Arturo Arroyo