Además de causar cientos de muertos, decenas de desaparecidos y pérdidas materiales millonarias, la tragedia de Valencia vino a demostrar la ineptitud de ciertos políticos sólo competentes cuando no son puestos a prueba, la comodidad con la que el populismo se mueve en el fango, también en el que traen las tempestades, y el peligro de dar la espalda a las múltiples advertencias que la naturaleza viene enviando a gritos desde hace décadas.
De lo primero, se han conocido detalles reveladores, y en algunos casos inverosímiles o escandalosos, de las decisiones que no se tomaron a tiempo, de las alarmas que no se tuvieron en cuenta, de la asombrosa ignorancia de quienes manejan áreas estratégicas para la seguridad de un pueblo y de las mentiras que trataron de encubrir negligencias. Así, se sabe que nadie en el gobierno valenciano, un híbrido formado por la derecha (Partido Popular) y la ultraderecha (Vox), nunca cumplió con los protocolos que exigen transmitir a la población la gravedad extrema de fenómenos meteorológicos como el que se aproximaba, pese a que los medios de comunicación ya lo hacían en vivo y en directo desde muchas horas antes de que ocurriera; que desde las 8 de la mañana llamaron por teléfono desde el gobierno nacional hasta en tres ocasiones para ofrecerles ayuda de la UME (Unidad Militar de Emergencias) y que nadie lo atendió hasta la cuarta ocasión, ya demasiado tarde; que cuando se desató la tempestad, la consejera de Interior en Valencia, Salomé Pradas, según su propia confesión, desconocía que podía enviar alertas a los teléfonos móviles, un sistema presentado dos años atrás, en octubre de 2022; que no se convocó al órgano coordinador de emergencias hasta que se supo que había un desaparecido, a las 5 de la tarde, y que la máxima autoridad política, el presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, llegó dos horas después a esa reunión porque venía de lo que él mismo llamó “una comida de trabajo”.
Estuvo, según se confirmó, en la sala reservada de un restaurante hasta las 6, con una periodista. Muchos pensarán con razón qué hacía allí mientras afuera caía un diluvio, qué temas de interés podían ser más importantes que la catástrofe en curso y, en cualquier caso, cómo se puede comer tranquilo mientras la población se ahoga y los pueblos son arrasados por una suerte de tsunami. Será difícil encontrar una explicación, y todavía más un sentido a toda esta maraña de insensatez.
De todas maneras, puesto un elemento al lado de otro, se puede decir que se trata de la cronología de un desastre anunciado, al mismo tiempo que surge una pregunta desoladora: ¿cómo se ha podido estar en manos de esta gente? La respuesta, lamentablemente, lastima con su sinceridad el orgullo del votante: en general, los ciudadanos acaban confiando en el sector de la clase política que vende con más eficacia el manual de soluciones a problemas nunca afrontados, sin someterlo a un examen de solvencia o pruebas de honestidad. Se podrá argumentar que nadie está preparado para lo imprevisto; sin embargo, lo que no se puede negar es que a un político se le debe exigir al menos capacidad de reacción y dotes de liderazgo ante una crisis, cualidades ausentes en este desastre.
Y ahora viene la segunda parte. Como si la muerte no fuera por sí misma tan contundente como para infundir respeto y dotar de un grado mínimo de humanidad, algunos grupos políticos junto a youtubers, influencers y otras tribus prescindibles del ciberespacio vienen manipulando esta desgracia para conseguir un rédito infame a partir del dolor y el luto de muchas familias. Se han concentrado, sobre todo, en aprovechar el carácter infeccioso que adquieren las redes sociales cuando son usadas para desmentir la realidad o modificarla con el propósito de que cualquier juicio moral se base sobre una mentira o una media verdad. Es lo que está pasando desde el mismo día de la gran tormenta, lo que obliga a que una y otra vez haya que repasar y sujetar con fuerza en la memoria los hechos tal como sucedieron para que no sean reemplazados por versiones sórdidas o ficciones interesadas.
Entre las falsedades puestas a rodar hay algunas de una crueldad inconcebible. Se dijo, por ejemplo, que el radar meteorológico no funcionó durante las horas previas al temporal o que no había dado aviso de la gravedad de la situación, algo en lo que se basó el líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, para atacar a la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) y de paso exculpar a sus correligionarios al frente de la administración valenciana; se difundió, en momentos críticos, un número alternativo al de emergencia advirtiendo maliciosamente que el conocido 112 estaba fuera de servicio, generando confusión y desasosiego; a través de un mensaje en Telegram, ampliamente compartido, se sostenía que la tragedia podría ser producto de un ataque meteorológico orquestado desde Marruecos, algo ya utilizado con otros matices durante el huracán Milton en Estados Unidos; en X, ya pasada la peor parte de la tormenta, una versión alertaba de que una represa se había agrietado y, por lo tanto, el agua volvía con fuerzas hacia las zonas de desastre; y, quizás la más explotada y miserable de todas las ruindades fue la especulación de que en el estacionamiento subterráneo de un centro comercial totalmente inundado había alrededor de 700 coches y quizás un número similar de ahogados dentro de ellos: un popular programa de televisión llegó a hacerse eco de esta infamia, puso a un pseudo periodista a informar desde allí y tituló “El garaje de la muerte”, como si hiciera falta un titular al estilo de Agatha Christie para la ocasión.
Días después, al desagotar el lugar, se encontraron cincuenta vehículos y, afortunadamente, no había nadie dentro de ellos. Y, por último, para comprender enteramente esta tragedia, hay que ampliar la foto y ver en ella el desafío incomprensible que el ser humano está lanzando a la naturaleza. Las estadísticas, ahora revisadas, indican que estos fenómenos no son extraños en la costa mediterránea como tampoco lo son en otras regiones del mundo, pero que sin duda se han vuelto más frecuentes y más virulentos en la medida en que el entorno es degradado. Valencia, como muchos otros sitios de España, víctima de una voraz especulación inmobiliaria, no ha sido precisamente una comunidad autónoma amigable con la ecología.
Quienes salen en su defensa tienen garantizado un sinnúmero de descalificaciones y burlas y ninguna atención política. Eso, mezclado con una corriente negacionista y conspiranoica en la alianza de gobierno local, ha empeorado las cosas. Al planeta, sin dudas, poco le importan los devaneos ideológicos; tiene, como ya se ha visto, armas devastadoras para defenderse. Se quiera entender o no, y pese al empecinamiento de algunos, está demostrando que estos lodos son un amasijo de viejos intereses, todos ellos mezquinos, de errores nunca corregidos y de desidias, es decir, hijos de esos polvos a los que se les ha querido restar importancia.