
Sobre la calle Santiago al 600, en San Miguel de Tucumán, nació en 1938 la Asociación Tucumana de Colombofilia. En ese entonces, la ciudad todavía respiraba el ritmo pausado de los trenes, y las calles apenas conocían el bullicio de los autos. Los colombófilos, con sus cajas llenas de palomas, caminaban las pocas cuadras que los separaban de la estación del ferrocarril Mitre, desde donde las aves emprendían su viaje. Las jornadas de sábado se transformaban en un ritual casi sagrado: una danza que comenzaba con el sonido de las ruedas sobre los adoquines y culminaba con el vuelo de las aves persiguiendo el horizonte.
Hoy, ese esplendor persiste solo en los recuerdos de unos pocos, como Juan José Majolli. Este hombre, apasionado por las palomas, se convirtió en guardián de una tradición que resiste al paso del tiempo. “Antes éramos muchos. Toda la calle Santiago nos pertenecía los fines de semana”, comenta Majolli con nostalgia, dejando claro que no hacen falta palabras adicionales para expresar su melancolía. Los tiempos cambiaron: ahora los colombófilos están dispersos en distintas localidades, algunas a 80 kilómetros de distancia. Las reuniones solo ocurren durante la temporada de competencias, de mayo a septiembre, cuando el invierno ofrece las mejores condiciones para que las aves vuelen.
La colombofilia, como explica Majolli, tiene su origen en Bélgica y llegó a la Argentina con los primeros inmigrantes belgas que se establecieron en Zárate, Buenos Aires. En Tucumán, el deporte adoptó una geografía particular, con las rutas del ferrocarril Mitre marcando los puntos de largada. Desde localidades como Fernández, La Banda y Rafaela, las palomas son liberadas para recorrer distancias que pueden superar los 800 kilómetros en un día, alcanzando velocidades promedio de 80 kilómetros por hora. Pero el desafío no termina ahí. “Si queremos largar desde el norte, las sierras, los cerros y los salitrales lo hacen imposible. Competir a nivel nacional también es muy difícil; las distancias son abrumadoras para nuestras palomas”, explica.

Juan José comenzó en la colombofilia a los 13 años, inspirado por un vecino. “Él no me dio palomas, me dio sabiduría. Durante 45 días, me enseñó todo desde cero. Construí mi primer palomar con mi abuelo y aprendí que esta pasión requiere devoción, vocación y disciplina”, afirma. Actualmente, con un palomar inmenso en el patio de su casa, Majolli cuida unas 150 palomas, de las cuales el 90 % son hembras. Entre risas, explica que esto se debe a que son mucho más disciplinadas que los machos.
El cuidado y entrenamiento de estas aves son un arte en sí mismos. Todo empieza con la cría, un proceso meticuloso que comienza en octubre y culmina con las primeras sueltas en abril. “Desde que uno junta a los reproductores, pasan ocho o nueve días hasta que ponen el huevo. Dieciséis días después nacen los pichones, y en 30 días ya están listos para comer solos y comenzar a reconocer su palomar”, detalla. Las palomas primero aprenden a volar en círculos alrededor de su hogar, memorizando cada ángulo y sombra del paisaje. Después, están listas para enfrentarse a distancias mayores.
El entrenamiento es riguroso y requiere constancia, ya que la clave está en la rutina. Cada vuelo está medido, desde los 15 kilómetros iniciales hasta los 150 de las primeras carreras. Las mejores palomas se seleccionan según su rendimiento y resistencia. Majolli describe este proceso como una mezcla de intuición y técnica. “Hay que confiar en el entrenamiento, observar el clima, los vientos, todo. Cada paloma es diferente: algunas vuelan en línea recta, otras hacen zigzag”, dice. Disfruta especialmente el momento en que las aves regresan al palomar, donde un chip en sus patas registra la hora exacta de llegada con un sutil “bip”. No les pone nombres; prefiere identificarlas por su número. No sabe si es por una cuestión sentimental o práctica, pero ha seguido esta costumbre durante años.

El regreso de las palomas es un momento de éxtasis y ansiedad para los colombófilos. “No sabemos qué pasa en el camino. Solo conocemos el punto de suelta, pero lo que viven en el trayecto es un misterio”, reflexiona Majolli. Halcones, cazadores y lagunas de aceite son algunos de los peligros que enfrentan las aves. “A veces creemos que se han perdido, pero después de días, incluso semanas, aparecen de nuevo. Es emocionante, como reencontrarse con un viejo amigo”, agrega con una sonrisa.
El misterio que rodea la capacidad de las palomas para regresar a casa fascina tanto a los expertos como a los colombófilos. Aunque se afirma que esta habilidad se debe a cristales de magnetita en su pico, que generan un campo de atracción hacia su palomar, aún hay muchos detalles por descubrir. Para Majolli, el vínculo entre el colombófilo y su paloma va más allá de lo deportivo.
Sin embargo, este deporte enfrenta desafíos. Los costos se dispararon, y la falta de jóvenes interesados amenaza su continuidad. “Hoy en día, los más jóvenes tienen 40 años. La colombofilia requiere vocación, paciencia y un gran presupuesto. Desde las vacunas exigidas por el SENASA hasta el mantenimiento diario, todo suma”, lamenta. Aunque la tecnología simplificó aspectos como el registro de tiempos, también elevó los costos.
“La satisfacción está en verlas llegar. Saber que desafiaron todo tipo de adversidades para regresar a casa. Esa conexión es lo que nos mueve”, concluye, dejando en el aire una sensación de admiración hacia esas aves que, con su vuelo, parecen desafiar las leyes del tiempo y la distancia.
En un mundo donde todo parece acelerarse, la colombofilia nos recuerda la belleza de esperar, confiar y celebrar el regreso. Mientras haya alguien dispuesto a mirar al horizonte, las palomas seguirán volviendo a casa. (Producción periodística: Sofía Lucena)