La memoria es un bastón.

La memoria es una noticia paralizante.

La memoria es una avalancha blanca.

La memoria es el afán por comprender lo incomprensible.

La memoria se aferra a todo lo que luzca como una tabla de salvación.

Porque la memoria es una lucha de todos los días.

La memoria no deja de hacerse preguntas.

La memoria viaja 30 años y recoge fragmentos: un avión, una caravana, una capilla ardiente, muchas lágrimas, chicos por todas partes.

La memoria jamás podrá transar con el hecho de la muerte joven.

La memoria puede traicionar, pero nunca deja de avisar.

La memoria me llama a quebrar la máxima que reniega de la primera persona. A veces es necesario, por más que en periodismo quede mal.

Cristian Rivero Sierra. Salíamos de la escuela Mitre, caminábamos por Muñecas y parábamos en San Juan para comprar helados en Monte Everest. Haciendo malabares, pero sin impedir que el chocolate se derramara de nuestros gigantescos (y baratísimos) cucuruchos, seguíamos hasta Las Piedras. Doblábamos a la derecha y antes de llegar a Jujuy entrábamos al Instituto Cambridge. Pero antes de las clases de inglés, y con las manchas de helado en el delantal que no nos habíamos sacado, a veces retrocedíamos un par de cuadras porque en una esquina (¿Buenos Aires? ¿Chacabuco?) estaba la pizzería Bocaccio y nos vendían, a la hora de la merienda, unos sanguches de milanesa que chorreaban mayonesa de la buena. Era una rutina feliz, hermosa.

Así que con Cristian hablábamos de todo lo imaginable en esas caminatas que a veces incluían acompañarlo hasta su casa de la calle Rondeau para que dejara la mochila (¿o era un portafolio?). Inventábamos relatos de ciencia ficción, cambiábamos el final de las películas que habíamos visto en el cine o en Canal 10, imaginábamos una iniciación sexual que todavía nos quedaba lejos. Nos reíamos mucho.

Era un tipo genial. Me lo acuerdo payaseando en la pileta del hotel Carimá, cuando fuimos a las cataratas en la gira de séptimo grado. Yo tenía vergüenza porque no sabía nadar y él me salvaba de las cargadas. Y después, cuando fuimos a Asunción, probamos algo que nos cayó mal y anduvimos dos días con dolor de panza. Sí, hasta nos enfermamos juntos. No tengo fotos de ese viaje, ¿alguien podrá compartir alguna? ¿Habrá?

Terminamos la primaria en 1982 y nuestros senderos se bifurcaron. Si no me equivoco él se anotó en el Técnico, yo agarré por otro lado. Nos vimos muy poco desde entonces. Seguramente porque no teníamos claro eso de que la amistad es un guiso que debe mantenerse siempre caliente, de lo contrario se torna incomible. Nos cruzamos en alguna fiesta, saludándonos desde lejos. Ya orbitábamos en galaxias diferentes, pero siempre reconocí al compinche en el cruce de miradas,

Trece años después, en un enero tan tórrido como todos los que se cocinan por estas tierras, la tragedia del Sollunko dejó de ser un dolor ajeno. En la lista de fallecidos decía, clarito, Cristian Rivero Sierra. No había otro posible. Ahí estaba la carita en las imágenes de la travesía, tan cercanas, tan reales, justo al medio de un mar de sonrisas. Las últimas fotos.

Nos sentábamos codo a codo en el aula de la escuela Mitre que da a la calle, en la esquina de Muñecas y Santiago. Esperando que sonara el último timbre del turno tarde para salir disparados. Si Cristian había faltado ese día nada era igual. Tomar el helado o comprarme el sánguche implicaba una traición. Supongo que eso también es la amistad.

No asistí al velorio en el Colegio Monserrat. No pude (¿o no quise?). Me arrepiento, pero Cristian era tan bueno que seguramente lo perdonó.

Todo eso es la memoria.

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