
Por Walter Gallardo
Para LA GACETA - MADRID
“A trabajar hermano, esta mañana la maté”, dice Jorge Luis Borges que fue la frase sugerida por su madre en la resolución del cuento “La intrusa”. En el texto publicado es algo más extensa, pero igual de definitiva y natural para el desenredo de la silenciosa disputa de los hermanos Nelson por una amante en común. Una vez escrita, Borges la repitió en voz alta. Sólo entonces doña Leonor Acevedo, según el propio escritor, le dio su consentimiento, aunque seguido de una advertencia: “Que sea la última vez que escribís sobre guarangos y cuchilleros”. Sucedió cuando Borges tenía 67 años y vivía en tierna dependencia con ella. “Como un matrimonio”, diría su biógrafo, Alejandro Vaccaro.
La anécdota es una de las tantas que revelan la influencia que las madres tuvieron en las obras de algunos escritores, una suerte de mano invisible detrás de miles de historias y párrafos de la literatura universal. En ciertos casos fue de tal magnitud que la profesión misma es casi consecuencia de ella o los temas que ocuparon sus desvelos o angustias y acabaron más tarde transmutados en una ficción o en un ensayo. Emil Cioran, aquel pensador rumano pesimista y sombrío, autor de Del inconveniente de haber nacido o de La tentación de existir, admitiría sin vueltas: “cuanto tengo de bueno y de malo, todo lo que soy, lo he tomado de mi madre. He heredado sus males, su melancolía, sus contradicciones (…) Todo cuanto ella era se ha agravado y exasperado en mí. Soy su triunfo y su fracaso”. Iría más allá: contaría que cuando tenía 20 años, su madre le dijo que de haber sabido que él llevaría su existencia como una condena, habría decidido abortar en su momento. Al oírla, comprendió como en una revelación, dijo Cioran, que él “no era en verdad sino un accidente”, de modo que escribiría para injuriar la vida. Y lo hizo sin descanso, ocupando hasta las horas de su famoso insomnio.
En algunas relaciones turbulentas hay ejemplos de escritores con ideas delictivas hacia sus madres, ideas luego liberadas en sus obras. Patricia Highsmith, la autora de El talentoso señor Ripley, no ocultaba su desdén hacia la suya. Incluso llega a apuñalarla en el cuento “La tortuga marina”. Ella es el niño que ejecuta el crimen. Luego explicaría que se trataba de una venganza por un episodio que jamás le había perdonado: su madre, Mary Coates, le contó sin atenuantes, y con pretendida gracia, que su llegada al mundo no había sido un acontecimiento feliz y que durante el embarazo había bebido aguarrás para deshacerse de ella. Más tarde, quienes intentaron explicar en esta escritora las razones de su misantropía o su inclinación al abismo y al odio, características llevadas a un nivel de absoluto menosprecio a los demás, acudieron a esa historia como referencia una y otra vez. Graham Greene definió el espacio de Highsmith como un orbe “cerrado, irracional y opresivo”, donde residía tanto la fascinación como el espanto. En todo caso, en la falta de empatía de su alter ego, el amoral señor Ripley, había suficiente información para describirla.
En otras relaciones enfermas, como la de Marguerite Duras y su madre, el desapego y el menoscabo forman parte de la misma materia en la que coinciden ficción y realidad. Cada tramo autobiográfico fue con sus ásperos detalles parte también de su novela más conocida: El Amante. En ella, cada capítulo cuenta una vida en la que nada puede ser ficción sin antes haber sucedido de verdad. Cuando llega el turno de la señora Marie Donnadieu, ahorra en adjetivos y en compasión: “Siempre vi a mi madre planear cada día el futuro de sus hijos y el suyo. Un día ya no fue capaz de planear grandezas para sus hijos y planeó miserias”. En Cuadernos de la Guerra, con textos que van de 1943 a 1949, le dedica un recuerdo amargo: “(…) no he tenido ni casa familiar, ni jardines conocidos, ni desvanes, ni abuelos, ni libros, ni esos compañeros a los que uno ve crecer. Nada de todo eso. ¿Os preguntáis qué es lo que queda? Queda mi madre”. Y la define con una frase árida, despojada de cariño: “Mi madre fue para nosotros una extensa llanura por la que caminamos largo tiempo sin averiguar sus dimensiones”.
Pero quizás nadie la recordaría con un peso tan agobiante de culpa y remordimiento como el escritor, periodista y soldado ruso Vasili Grossman. Su madre fue asesinada por los nazis en Berdíchev, Ucrania, en 1941, junto a otros 30.000 judíos. Siempre se dijo a sí mismo que la podría haber salvado llevándola a vivir con él en Moscú, si no fuera por el desacuerdo con su segunda mujer con la que su madre no tenía una buena relación. En Vida y Destino, miles de veces comparada con Guerra y Paz, de Tolstoi, le brinda un capítulo epistolar, el número 18. Es una carta de despedida en la que la madre le escribe las últimas palabras a un hijo desde el gueto judío de Kiev, convencida de que será asesinada en pocas semanas. Sin dudas, busca el autor en ella aliviar un dolor nunca superado e imaginar algo parecido al perdón. En la vida real, también hubo cartas. A la muerte del escritor, se encontraron dos que él había escrito a su madre muerta, cada una con una foto: en una estaba él de niño junto a su madre y en la segunda se veía una fosa llena de cadáveres apilados. Eran mujeres y estaban desnudas, tal como imaginaba el final que él podría haber evitado. Y quizás la más cruel de todas, contradictoriamente por su ternura, es la que nunca fue enviada por su madre y encontró Vasili Grossman al regresar a su ciudad después de la guerra. En ella, Ekaterina dice: “¿Existen palabras en este mundo capaces de expresar el amor que te tengo? Te beso, beso tus ojos, tu frente, tu pelo. Recuerda que el amor de tu madre siempre estará contigo, en los días felices y en los días tristes, nadie tendrá nunca el poder de matarlo. Vítenka... Esta es la última línea de la última carta de tu madre. Vive, vive, vive siempre...Mamá.”
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Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.