Sherwood Anderson,la grandeza de un escritor menor

SHERWOOD ANDERSON. El uso del lenguaje, la dicción y el tono, el ritmo y la cadencia, lo escrito y lo sustraído a la escritura de su obra marcaron a una generación de escritores. SHERWOOD ANDERSON. El uso del lenguaje, la dicción y el tono, el ritmo y la cadencia, lo escrito y lo sustraído a la escritura de su obra marcaron a una generación de escritores.

Por Gabriel Bellomo
Para LA GACETA - BUENOS AIRES

Sherwood Anderson (1871-1941) en su propio juicio, y en el de ciertos críticos, ha quedado catalogado en la historia de la literatura norteamericana de la primera mitad del siglo veinte como un escritor menor. La consideración personal de todo creador hacia su obra jamás está exenta del fracaso como un espectro que signó su búsqueda, puesto que no otra cosa más que una búsqueda, febril y hasta desquiciada, es la de la palabra, ese remanente de la razón que nunca revela más que nuestras limitaciones. Sin embargo, jamás los escritores contemporáneos a quienes iluminó y ayudó en sus carreras, entre otros William Faulkner y Ernest Hemingway, habrán advertido la bitácora de la prosa de Anderson. Refiriéndose a él, dijo Faulkner: “…escribió no por una sed implacable de gloria por la cual cualquier artista destruiría a su madre vieja, sino por lo que para él era más importante y urgente: ni siquiera por la verdad, sino por la pureza, la exactitud de la pureza…”. Más allá de esta arbitraria y acaso parcialmente cierta opinión —¿hay algo más impuro que la sentencia de los contemporáneos sobre las derivas y secuelas de una obra literaria que sólo será despojadamente revisada por la posteridad? —. Los consagrados escritores mencionados, creo entender, admiraban a ese escritor que había logrado con su primer libro de cuentos Winnesburg, Ohio (1919) grabar a fuego a toda una generación de escritores, quienes no podrían ignorar que esos relatos constituían un texto fundamental de la literatura norteamericana del siglo 20. Superior al Ulises de Joyce, a Moby Dick de Melville, a muchos de los libros de Hemingway, y acaso, sólo a la par de esa singularidad abrumadora que constituyen las novelas de Thomas Clayton Wolfe, a quien el propio Faulkner rindió el más generoso reconocimiento que puede esperar un escritor de otro: el reconocimiento de su superioridad. En mi criterio no se trata de que Anderson haya comprendido el poder del relato corto o de la oralidad como materia prima de sus textos: la narrativa, cualquiera sea la forma y extensión con que se nos presenta, no es más ni menos que esto: la eficacia en el uso del lenguaje, la dicción y el tono, el ritmo y la cadencia, lo escrito y lo sustraído a la escritura que hacen de esta un escorzo de aquello que se asoma tímidamente desde el inconsciente que inscribe una palabra detrás de otra, reconociendo la distancia inconmensurables entre esa suma de grafismos y el intento de que se correspondan con la intención de quien los inscribe.

Hoy, una pequeña editorial como “Palmeras salvajes”, cuyo propósito es traer a nuestro idioma libros de autores norteamericanos que —aunque no habitualmente reconocido por escritores contemporáneos— han contribuido sustancialmente en la formación de sus voces, nos trae a Anderson. El primero de aquellos a ser tenido en cuenta —árbol solitario en la profusión de un bosque confuso y enmarañado en el que lectores medios no distinguen la diferencia entre producir literatura o simplemente redactar. Y el libro inaugural de esta editorial es Risa negra, la quinta novela de Sherwood Anderson; la historia de un fracaso, de un periodista aspirante a escritor cuya existencia está signada por la tristeza y el desaliento. Laberíntica, el relato no se resigna al decurso lineal y hace del habla cotidiana y, paradójicamente, de hondas reflexiones sociológicas y psicológicas, la materia de una arrebatada exploración. El protagonista, Bruce Dudley (enmascara en un nombre falso a quien realmente es: John Stockton, por otra parte, nombre de un pueblito de Illinois) y su amigo Sponge Martin, pasan sus días trabajando duramente en una fábrica en un pueblito en las orillas del río Ohio: Old Harbor, Indiana. Aquí, como en su famoso Winnesburg, Ohio, Sherwood Anderson no duda en recrear lo creado, sólo que, a diferencia de Faulkner, no “imagina” un pueblo inexistente: enmascara en el real Old Harbor la tortuosa deriva de personajes referenciales al artista. Risa negra: símbolo magistral. El raro poder de la palabra como forma, runa, perfil, en manos de un alma trabajada.

© LA GACETA

Gabriel Bellomo – Escritor.

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