COMPILACIÓN
POR CUATRO DÍAS LOCOS
MARÍA MORENO
(Sigilo – Buenos Aires)
Barroca e iconoclasta, María Moreno se mete con Maradona, “nuestro único ídolo dionisíaco” al que, reconoce, nunca quiso; con Borges, el único escritor argentino incluido en el canon de la literatura universal del académico norteamericano Harold Bloom al que le descubre un costado pop; con el Che Guevara, al que define como un escritor de la generación beat, cronista de su propia epopeya; con Gardel, al que le agradece haberla introducido en la literatura, no a través de esa voz que “se asimila al agujero de la Patria”, sino de sus letras. Con San Martín, al que, en un relato ficcional, instala en un fumadero de opio; con Cortázar, a quien, leyéndolo a contrapelo (como acostumbra), sospecha más interesado en los muchachitos que en la Maga; y en esa línea, con la construcción de la figura del escritor en nuestro campo intelectual (hasta hace veinte años, mayoritariamente masculino) en lo que tiene de impostura y con el amplio abanico de lo que llama el “kitsch peronista” en el que conviven Evita y su modisto, Paco Jamandreu, Juanita Martínez, la fiel amante de José Marrone e Isabel Sarli, musa erótica devenida objeto de consumo “camp” por cierta intelectualidad a la que sus curvas le despertaban, culposamente, las mismas fantasías que a cualquiera de los mortales, en toda Latinoamérica.
En el prólogo al libro, su autora describe la enciclopedia “ágrafa y visual” desde la que partió y con la que comenzó a bosquejar una mirada desde los márgenes tanto de la academia como de la doxa, para inscribirse en la tradición de un tipo particular de crónica que en nuestro país tiene enormes figuras (desde Rodolfo Walsh, Martín Caparrós y Ana Basualdo hasta Juan Forn y siguen las firmas) que, lejos del periodismo gonzo, corre el foco de la experiencia en sí (“un efecto como cualquier otro”) para encontrar un modo único de “escribir al otro” y abrir el camino para este género a la autonomía de la literatura. Quizás sea por eso que logra que unos textos escritos al calor de los acontecimientos políticos no tengan fecha de vencimiento y alcancen algo así como la atemporalidad.
Como la línea que traza entre la antropología de principios a fines del siglo XX, que va de la exhibición de los cráneos de indios y criminales en los museos al análisis de los huesos de los desaparecidos por el Equipo Argentino de Antropología Forense y que condensa lacanianamente en el nombre de José Luis Cabezas la cifra de una historia que no deja de repetirse.
O en el personaje de la tilinga de clase alta vituperada en el Borges de Bioy por ambos (y que a ella le fascina), con el que pulveriza la superioridad moral del intelectual que, sostiene, nos es más que otro lugar donde anida el sentido común.
Un capítulo aparte merece la sección “Iconografías femeninas”, en donde politiza los objetos de uso de las mujeres y hace del abanico de Mariquita Sánchez de Thompson un medio de comunicación clandestino, del miriñaque de Manuelita Rosas, el refugio de su adorada prima, de las pelucas de moda en los 70, el camuflaje de las mujeres en la guerrilla o del antecesor del pañal descartable, el símbolo de la búsqueda de los familiares desaparecidos que las Madres de Plaza de Mayo hicieron universal
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MARÍA EUGENIA VILLALONGA