En las tribunas de los estadios de fútbol la ley parece ser otra. O más bien, las leyes parecen no existir. Es un lugar que parece tierra de nadie, en el que los hinchas se transforman en un gran foro anónimo y cualquiera puede decir o expresar lo que quiera sin sufrir ningún tipo de consecuencias. Las tribunas también parecen ser una especie de juzgado sin jueces ni fiscales, en donde se reparten sentencias a los gritos y el veredicto siempre es el mismo: culpable, no hay apelaciones posibles.
El fútbol es muchas cosas juntas, pero sobre todo también parece ser un espejo deformante. ¿Es un reflejo de la sociedad? Quizás no del todo, como lo dijo alguna vez el sociólogo Pablo Alabarces, que en más de una oportunidad escribió sobre la violencia en el fútbol; pero sí la atraviesa con un bisturí filoso. No es casualidad que, en tiempos de crisis, en los que el dinero no alcanza o en donde los problemas personales y sociales conforman un caldo de cultivo intratable, la temperatura en los estadios suba como el termómetro de un paciente con fiebre. Porque el fútbol parece ser una válvula de escape, y cuando todo está a punto de estallar, es ahí por donde se suelta el vapor.
Juan Cuevas tiene un amplio recorrido en el fútbol. Surgió en Gimnasia La Plata y registra pasos por México, Chile y Ecuador. Sin embargo se sorprendió con lo que vivió en el último tiempo en San Martín: “Nunca me insultaron tanto en mi carrera como lo hicieron acá”, dijo. Y claro, lo que se vive cada fin de semana en los estadios no es sólo fútbol, es una purga semanal; un exorcismo colectivo en el que los hinchas gritan para expulsar sus propios demonios. No sólo insultan a Cuevas (en este caso), insultan a su jefe con el que no se llevan bien, al político en el que creyeron y los defraudó, a la vida que no les da tregua. Así, el futbolista es simplemente un blanco en movimiento.
Hace algunos días Mario Leito, presidente de Atlético, fue claro cuando le preguntaron sobre los insultos que recibe: “Si el equipo gana, no importa si al otro día la familia no tiene para comer. Pero si pierde, hay que buscar culpables de todo lo que sucede”, afirmó. No suena justo, pero en la cancha no se juega con justicia, se juega con el estómago.
Julián Bricco es un relator de TyC Sports que vivió en carne propia la locura de los fanáticos. En más de una oportunidad contó la anécdota en la que una vez, relatando un partido de Rosario Central en el “Gigante de Arroyito”, un plateísta, luego de un gol “canalla”, se acercó a su cabina y comenzó a golpearle el vidrio mientras lo insultaba. Bricco se dio cuenta de que era el cajero de un banco al que él asistía de manera asidua y planeó la “venganza”. En complicidad con el gerente de la sucursal, llegó una mañana al banco, se acercó al cajero y comenzó a pegarle al vidrio de su caja. “¡Pagame el cheque, hdp!”, le gritaba. El cajero se indignó: “¡Pará, estoy trabajando!”, dijo. Y Bricco le recordó lo que había pasado semanas atrás en el estadio y le dijo que él también había estado trabajando en el “Gigante”. Y, claro, recién ahí al cajero le cayó la ficha.
Porque en los estadios pareciera que las reglas son diferentes a cualquier ámbito. Lo que afuera es un delito, adentro es folklore. Lo que en la calle es violencia, en la tribuna es pasión. El hincha se convierte en juez, en verdugo y en francotirador verbal. “Es un espacio propicio en el que no hay censuras para expresar el malestar y la agresividad. La misma reacción, en otro escenario, es absolutamente condenable”, explicó Roxana Laks, licenciada en Psicología y con un magister en Sociología Aplicada. “El fútbol es una réplica de la sociedad en la que vivimos, con un microclima de 90 minutos que alcanza para revivir hasta el encuentro siguiente”, agregó.
Eso sí, este no es un problema únicamente del fútbol. Lo sufren muchos otros deportes que ven como en sus tribunas las personas sacan a relucir lo peor de su ser. ¿Por qué? Porque pueden y porque, tal vez, el anonimato las blinda.
Enorme red social
Así como son las redes sociales, en las que cualquier persona puede decir y espetar lo que le plazca escondida detrás de un teclado, las tribunas funcionan como una enorme red social. En los estadios, además, parece haber un pacto tácito, en el que vale todo.
“El deporte en sí, y el fútbol por ser el más popular, promueven la euforia, la frustración, la ira, el éxito, la bronca… Y todo eso depende de un resultado. La comunidad se siente invadida por esas emociones y en una situación grupal las emociones se transmiten gracias a las neuronas espejo que se despiertan con lo par”, aseguró el psicólogo Francisco Viejobueno, que además es docente de la cátedra de sociología en la carrera de psicología de la UNSTA. “El tema está en saber administrar esas emociones. No hay que reprimirla porque cuando estalla después genera un caos peor. Hay que aprender a educarlas para que se expresen mediante canales socialmente aceptados; como por ejemplo, poner la ira en el mejor rendimiento para obtener un logro”.
El fútbol, así como los deportes masivos, no son sólo lo que sucede dentro de una cancha. Son catarsis, son identidad, son teatro sin guion. Son también un carnaval en el que el disfraz es la camiseta y el que grita más fuerte se siente más vivo. Y en un país donde la vida a veces golpea sin piedad, las tribunas se convierten en el último lugar en el que todavía se puede gritar; aunque sea para insultar a un tipo que ni siquiera conocemos.
Las tribunas son el último refugio en el que las reglas parecen desdibujarse y todo parece permitido. Pero, ¿hasta cuándo será así? Si lo que en la calle es violencia y en el estadio se disfraza de pasión, quizás sea momento de preguntarnos si el fútbol (y el deporte) debe seguir siendo la excusa para justificar lo peor de nosotros. Porque al final, cuando el partido termina, lo que queda no es sólo un resultado, sino también el reflejo de lo que somos como sociedad.

















