

El sueño de todo periodista es contar una gran historia. No importa que otros ya lo hayan hecho, porque la historia tiene infinitas caras. Esta es la historia de un hombre que reposa en un ataúd. Un hombre gigantesco, tan amado que 250.000 personas hicieron fila para mirarlo a vuelo de pájaro, fugazmente, y cada uno siente que valió la pena.
El hombre que todo lo vio tiene los ojos cerrados. Las manos, que tantas caricias y abrazos prodigaron, quedarán entrelazadas para siempre con un rosario. Jorge Bergoglio se pensó acostado en ese féretro, diagramó mentalmente el escenario y lo especificó por escrito. En este velorio no hay improvisaciones. Francisco, cuyo espíritu ya no habita ese cuerpo, sigue mandando.
La tez del hombre yaciente es blanca, tan blanca como el reflejo de esa luna tucumana a la que le cantó Atahualpa. Fue un largo caminar el del hombre acostado al pie del altar mayor de San Pedro, la basílica más visitada del mundo. Pero la casita de madera que lo cobija, de una sencillez que abruma en contraste con el oro circundante, lo dice todo sobre él. Las manos también lucen blancas, porque el hombre está embalsamado, la piel ya no es la de antes. Carne que se conservará en la sepultura de Santa María la Mayor.
Alrededor del hombre se mueve un coro extraño. Los guardias suizos son esfinges de ojos celestes, a los edecanes les brilla el negro de los zapatos, el púrpura de algún cardenal se hace notar. Pero, ¿por qué hay vips en este velorio? ¿Por qué el privilegio de unos pocos instalados a un lado de la capilla ardiente? ¿Por qué para algunos tanto (tiempo) y para el resto el reclamo de “avanti, avanti” sin la posibilidad de dejar una flor? ¿Cómo se sentiría el hombre que yace en el ataúd, tan acostumbrado como estaba a que los últimos serán los primeros?
Es apenas un hombre en un féretro de madera, despojado de los atributos de un rey, ese al que lágrimas sinceras bañan a la distancia. Como si fueran aceites benditos capaces de ungirlo. Esto lo piensa y lo dice un sacerdote que, como cualquier hijo de vecino, hizo la fila para despedirlo. Hay mucha gente llorando a este hombre en la medianoche de Roma, un hombre cuya silenciosa presencia no deja de conmover.
Hay que prepararse, porque con suerte serán 10 segundos frente al hombre. No más. En ese lapso el tiempo no se congela, como a veces pasa en las películas, cuando el protagonista parece ingresar en otra dimensión. Aquí, dando pasitos mínimos para extender el instante, los detalles no pueden escaparse. Están ahí para quedar registrados. No habrá otra oportunidad.
La ficha cae después, más tarde, al tomar consciencia.
Mis 10 segundos -que posiblemente fueron menos- resultaron el más impensado de los encuentros con Jorge Bergoglio. Ni la figura sonriente a bordo del Papamóvil ni el pastor en acción frente a las multitudes ni el líder político declamando en alguna tribuna. El que me tocó fue el hombre acostado en un ataúd, reposando en el corazón de la cristiandad. 10 segundos frente a él, rodeado por una multitud y, de algún modo, también a solas. Era el efecto que el Papa provocaba y que por algún misterio siguió generando después de muerto.
El hombre acostado en ese féretro común y silvestre dejó un legado, pasó una posta. Hizo historia, en realidad muchas historias que se resumen en una vida. Y uno de esos capítulos, el último, lo protagoniza en cuerpo y sin espíritu. Aquí, en Roma, frente a nosotros. El sueño de todo periodista es escribir una de esas historias, por más que se trate de la historia de un hombre que ya se quedó sin palabras. Pequeña historia, gran historia. La de un hombre que ya se fue, pero está.