El buen Charly, del bar Hornos, llega a la barra y deja caer la bandeja, visiblemente enojado.
-Che, Charly, ¿qué te pasa?
-Los de la mesa de la ventana me hicieron la gran Columbo.
Fue entonces cuando caí en que, para entender al teniente de Peter Falk y su estrategia confesional, hay que hacer un rodeo por los rasgos esenciales de la profesión de Charly así como por las razones de su malestar.
Mario Vargas Llosa el bueno, el de Conversación en la Catedral describía el ambiente del “Catedral”: “Los mozos jalaban las sillas, los hombres tomaban asiento con sus copitas de pisco‐sauer en las manos; serían una veintena. El murmullo crecía, y cada tanto uno de esos mozos, con chaquetilla blanca y la parsimonia de un monje, se acercaba para tomar nota de lo que aún faltaba, como si oficiara un rito que, tras cumplirse, le permitiera desaparecer hasta la próxima ofrenda.” - Esa descripción es bellísima, preciosista y atinada, capta la invisibilidad del mozo. Observen, además, cómo en aquella Lima de ficción los mozos se acercaban cada tanto con sus libretas, sin padecer el infierno de un constante “¡Mocito, mocito, espere, yo también quiero tal cosa!”
Los llamamos simplemente “mozo” -no suelen ser jóvenes ni apuestos-, o “maestro”, “joven” o “mocito”. Prueben a decir “mesero” y verán la mueca. En nuestra lengua, mozo deriva del castellano medieval moço (“muchacho joven”); en inglés pasó de footman (“hombre a pie”) a waiter (“el vigilante, el que espera atento”). Según un relevamiento de 2013, recorren entre cinco y diez kilómetros por turno, muy por encima de enfermeras o granjeros que les siguen en el ranking.
Pero no es tanto el tema las maratones que hacen en lugares de tres por tres. Lo peor son los clientes. Y ahí coincide Charly. “Estás de espaldas en la cocina, y de pronto escuchás:
-Mozo… una cosita más.”
“Esa frase pulveriza el vínculo mental que unía medialuna salada y café, factura y cortado, licuado de agua tutifruti y… ¡la pucha, me olvidé! ¿viste? Ahora es peor: palta, pistacho, virutas de choclo, brunch ‘feed-lot’ y toda esa porquería de la carta. A nosotros nos criaron para no anotar; ese es el laburo, ¿entendés? Y ahora me hacen la gran Columbo cada dos por tres…”
El teniente Columbo avanza con paso vacilante y su inseparable gabardina arrugada. Siempre está en movimiento; tiene un perro que se llama perro . Su mujer, de la que solo hay un retrato melancólico, nunca aparece -es la sombra que refuerza su soledad-. Invisible para los sospechosos, Columbo los interroga, los escucha y se divierte de las coartadas ingeniosas de los obvios culpables. Ellos lo tienen por poca cosa, se hace el de anotar todo, pero no le interesa más que el detalle que derrumba el relato. Justo antes de irse cuando creen que lo han derrotado se da vuelta y pregunta haciéndose el confundido::
-Solo una cosita más…
Es en ese momento -cuando reabre la verdad con dos palabras- en que el teniente se transforma: de servidor modesto de la justicia a arquitecto de la confesión definitiva.
Charly regresa a la mesa con la bandeja atestada. Sirve a todos y uno le corrige:
-Era una medialuna dulce.
El mozo, con todo el oficio, responde:
-Sí claro, pero no quedaban más. ¿Querés otra cosa?
¡La gran Charly!



















