Mi abuela, Rosa Varela, nacida en 1898 y fallecida en 1986 a los 88 años, era una señora del campo, donde tenía sus sentimientos arraigados pese a haber transcurrido la mayor parte de su vida en la capital de Tucumán. Recuerdo de mi niñez y adolescencia que yo le sabía leer las noticias que publicaba LA GACETA y eran de su interés. Tenía una bondad y una nobleza que la destacaban, al igual que su amor al trabajo y su buen humor. “Lola, no se puede tomar esta sopa”, le decía a mi madre (que era su hija), cuando no le alcanzaban junto con la sopa una cuchara. Tenía algunas palabras muy propias de su vocabulario. Por ejemplo: le llamaba “Olegario” al viento y “Pascualito” al sueño. Con el perro tenía un quehacer especial. Porque este se le echaba debajo de la silla perezosa y cuando se quería levantar lo pisaba. Y ya rezongaba: “este perro me va a hacer morir de un golpe cualquier día”. “Teo, venga saque este perro de aquí”, le decía a mi padre, que era su yerno. Se declaraba hincha de San Lorenzo y nos preguntaba a mí o a mis hermanos cómo iba San Lorenzo cuando estábamos escuchando los partidos por radio, allá por los años 60. Su fe en Dios, la Virgen y los distintos santos conocidos de la época (años 60), la manifestaba yendo a rezar el rosario en casa de alguna amiga, y poblando la casa de imágenes de yeso o estampitas. Pero no era “santa”; porque un día fue al cine con una amiga y hubo un corte de la película, por lo cual encendieron las luces; entonces ella miró quién estaba a su lado y vio a mi padre con una joven que no era mi madre. Luego, a solas, le dijo: “Mire, Teo, usted haga de cuentas que yo no lo vi en el cine, de esto no se enterará jamás la Lola, pero por favor no le haga eso a mi hija”. Y se llevó el secreto al cielo.
Daniel E. Chávez
Pasaje Benjamín Paz 308 - S. M. de Tucumán


















