Cada mañana, al cruzar nuestra ciudad y Yerba Buena rumbo a mi oficina, siento que la vida pende de un hilo. No es exageración, es la realidad que todos vemos: motos con personas sin casco, familias enteras aferradas al manubrio, niños dormidos en brazos de sus madres, luces rojas que se vuelven invisibles. Es la rutina de un descontrol que se ha vuelto paisaje cotidiano. Ante el aumento imparable de motocicletas, la impunidad parece ser la norma. Los agentes de tránsito, muchas veces, miran hacia otro lado, mientras la tragedia se desliza silenciosa por cada esquina. LA GACETA lo ha reflejado en numerosas editoriales. Los muertos y heridos se suman día tras día, los hospitales se desbordan y la ciudad entera parece haberse acostumbrado a este lento goteo de dolor. La poesía, que siempre busca despertar, nos dice que cada accidente es un grito que el viento lleva; que cada niño herido es una estrella que tiembla; que cada familia rota es un jardín que pierde sus flores. Y sin embargo, seguimos pasando frente a semáforos ignorados, frente a motos que son pequeñas naves de destino incierto, como si la muerte fuese un rumor lejano que nunca nos alcanzará. No busco señalar culpables ni descalificar a quienes tienen la difícil tarea de gobernar o controlar el tránsito. Mi voz es la de un ciudadano que ama su tierra y que no quiere seguir viendo cómo las vidas se apagan sin que nada cambie. Necesitamos presencia, prevención y sanción efectiva. Necesitamos que cada esquina sea un santuario donde se respete la vida, no un dado lanzado al azar. Que esta carta, escrita con la tinta de los poetas y el corazón de un tucumano común, sirva al menos para despertar conciencias. Que la costumbre no nos robe la indignación ni el dolor ante tanta muerte innecesaria. Porque cada casco que falta, cada luz roja ignorada, puede ser la última imagen en los ojos de alguien que amamos.
Jorge Bernabé Lobo Aragón
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