Desde el 7 de septiembre, los laicos Acutis y Frassati fueron declarados santos por la Iglesia Católica. Pues bien, Pier Giorgio Frassati fue un joven italiano de profunda vida espiritual y compromiso social, que murió a los 24 años víctima de la poliomielitis. Ese mismo año -recordado hoy por su canonización-, la polio era un enemigo invisible y devastador. Y eso fue exactamente hace un siglo. Un virus que paralizaba o mataba, dejando a familias enteras sumidas en la angustia y la desesperanza. En la trinchera del consultorio, uno todavía escucha hoy los ecos de esa lucha. La medicina fue testigo de madres con hijos en muletas, de hospitales con pulmones de acero y de destinos truncados sin remedio. En lo personal, recuerdo que en la Facultad de Medicina tuve dos compañeros con muletas que la habían padecido: eran secuelas vivientes de aquella enfermedad que no perdonaba, y que hasta mediados de siglo tenía un comportamiento epidémico. En mi familia, una tía de mi madre portó su muleta por la atrofia de una pierna; una prima de mi esposa falleció joven, y otra pasó más de treinta años unida a un pulmón de acero o pulmotor. Recuerdos que duelen, huellas que explican por qué la vacuna fue un antes y un después. A mediados del siglo XX, dos investigadores -Jonas Salk y Albert Sabin- desarrollaron sendas vacunas que cambiaron esta historia. Desde entonces, la polio comenzó a retroceder en el mundo entero y hoy está confinada sólo a dos países: Pakistán y Afganistán. Y a un paso de erradicarla, como lo fue la viruela en 1980. Esto, de concretarse, será un triunfo universal de la ciencia y de la solidaridad. Por eso cuesta entender a quienes hoy niegan las vacunas. Bastaría recordar lo que fueron aquellas epidemias y comprender que cada dosis aplicada fue una victoria silenciosa de la medicina y de las grandes campañas de inmunización en todo el planeta. Porque vacunar no es un acto ideológico: es un acto de amor y de memoria. Erradicar la polio será un homenaje a todos los que la sufrieron en carne propia; será una victoria de la razón sobre el olvido; y será también un tributo a Pier Giorgio Frassati, quien a sus 24 años entregó su vida en silencio frente a este mismo enemigo. En menos de un siglo, pasamos de jóvenes como Frassati -arrebatado por este virus implacable- a una humanidad que acaricia la erradicación definitiva de este flagelo. Y todo será gracias a dos investigadores abnegados: Jonas Salk, médico norteamericano, que en 1954 desarrolló la forma inyectable de la vacuna y que, cuando le preguntaron por el patentamiento, respondió con una frase memorable: “¿Acaso se puede patentar el sol?”. Pocos años después, otro investigador -Albert Sabin, nacido en Polonia y nacionalizado estadounidense- perfeccionó la vacuna oral, que facilitó las campañas de vacunación y que tampoco patentó. “Este es mi regalo para todos los niños del mundo”, dijo Sabin, sonriente, y siguió viviendo de su salario de profesor. Realmente, tres santos.
Juan L. Marcotullio marcotulliojuan@gmail.com



















