Las urgencias de la coyuntura no deben hacer olvidar la importancia de la historia. El languideciente septiembre ha sido, este año, el mes de un aniversario redondo para una fecha argentina ominosa. Se cumplieron 70 años del golpe de estado que derrocó a Juan Domingo Perón durante su segundo mandato. Fue perpetrado el 16 de septiembre de 1955 e instauró el régimen de facto de una junta militar integrada por Eduardo Lonardi, Pedro Eugenio Aramburu e Isaac Rojas. Esa dictadura se dio a sí misma el nombre de “Revolución Libertadora”.
Se trató de la segunda oportunidad en que sectores conservadores del país apelaban a la asonada militar para terminar con el gobierno de un partido de masas. Esa conducta oprobiosa había sido inaugurada un cuarto de siglo antes. Aquella primera vez fue también contra una segunda presidencia, la de Hipólito Yrigoyen, y también ocurrió durante septiembre: fue el 6 de septiembre de 1930. Contra la larga y cada vez más ilegítima hegemonía del orden conservador había emergido, como primer partido de masas, la Unión Cívica Radical. Tras la obtención del voto masculino secreto, individual y obligatorio consagrado en 1912 por la Ley Sáenz Peña, la UCR había ganado los comicios nacionales de 1916 (primer mandato de Yrigoyen), de 1922 (presidencia de Marcelo Torcuato de Alvear) y de 1928.
La “Década infame”
En 1930 el golpe de José Félix Uriburu inauguró la “década infame”, signada por el fraude electoral, la corrupción estatal materializada en los “negociados de las carnes” con los frigoríficos, que derivaron nada menos que con un asesinato en el Senado: Enzo Bordabehere se interpuso como escudo humano y terminó ultimado por los balazos que un sicario había disparado contra Lisandro de la Torre, el senador socialista que denuncia el cobro de “coimas” por parte de parlamentarios y funcionarios del gobierno de Agustín Pedro Justo.
Fue, también, un período durante el cual la “Gran Depresión” de los EE.UU. (la crisis de 1929 contribuyó a la crisis del gobierno de Yrigoyen) hundió el patrón oro y liquidó el comercio internacional. Así que la Argentina encaró su programa de Industrialización para la Sustitución de Importaciones (ISI), un plan forzado por la imposibilidad material de acceder a insumos fabricados fuera del país. Si por los factores productivos nacionales hubiese sido, habrían seguido con la producción de los commodities agrícolas y ganaderos. Pero no había caso.
Ese proceso cambiaría la demografía política de este país. Cuando Perón comienza a construir poder como funcionario del GOU (Grupo de Oficiales Unidos es la denominación más aceptada), que tomó el poder mediante el golpe de 1943, en la Argentina estaba prefigurada ya una república de masas. Nada menos que eso heredó el fundador del Partido Justicialista.
Como secretario de Trabajo y Previsión del gobierno de facto, el entonces coronel Perón fundó su poder, precisamente, en el trabajo de protección de esa novedad omnipresente: la masa obrera. Perón ganó los comicios presidenciales del 24 de febrero de 1946 y asume cuando la Segunda Guerra Mundial ya es historia y el occidente capitalista ensayará el “Estado de Bienestar”. Ese período que inclusive historiadores marxistas como Eric Hobsbawm llamaron “La edad de oro del capitalismo”. Durante los años de su primera presidencial, la gestión peronista estará abocada a responder las preguntas que dan forma a la seguridad social. Si un trabajador se enferma, ¿tiene derecho a seguir cobrando su salario aunque deba ausentarse de su puesto? ¿Tiene derecho a gozar de descanso pago? ¿Quién se ocupa de él si se accidenta? ¿Y si se incapacita? ¿Qué pasa con su familia si el trabajador fallece? ¿Y si no se enferma, ni se incapacita, ni se accidenta ni se muere, sino que tan sólo alcanza la tercera edad y ya no está en condiciones de seguir trabajando en razón de su edad?
El peronismo, como antes el radicalismo, será imbatible en las urnas. Un golpe clausurará esa experiencia. El conservadurismo, y el naciente “partido militar”, mostraban además una capacidad de tolerancia cada vez menor. A la UCR le habían dado 14 años de margen en el poder antes de que Uriburu diera el golpe y proscribiera a ese partido. Al peronismo sólo le dieron nueve años. Y luego, otro golpe. Y otra proscripción.
El desmantelamiento
Los últimos años de Perón estuvieron signados por un progresivo proceso de retroceso democrático. En rigor, 1952 es un año liminar. Ese año comienza el segundo mandato y es una experiencia inédita la de una segunda presidencia consecutiva: tal cosa fue habilitada “por única vez” con la reforma constitucional de 1949. El 52 es también el año que el líder vuelve a enviudar: fallece su segunda esposa, Eva Duarte. Y muere también el compañero de fórmula del mandatario: Hortensio Quijano. En términos de Carlos Floria y César García Belsunce, el jefe de Estado se queda sin frenos. Sin los frenos políticos que podía proponerle su socio y sin los frenos emocionales que podía imponerle su compañera de vida.
Si algo marcó el final de esa primera experiencia peronista fue el enfrentamiento de Perón con la Iglesia argentina. En 1954 comienza a organizarse el partido Demócrata Cristiano en el país, que fue visto por el entonces Presidente como un adversario político que era alentado por el clero para capitalizar los medios católicos y los votos de los creyentes argentinos. “Las interpretaciones de peronistas como (Raúl) Bustos Fierro apenas aciertan a explicar el conflicto a través de una complicada teoría conspirativa que une el ‘imperialismo’ con la ‘Orden Jesuita’”, recuerdan los autores mencionados en Historia de los argentinos.
En septiembre de ese año, la paranoia se convierte en una ley que retira la personería jurídica a las asociaciones basadas en una religión: significaba la disolución legal de la Acción Católica. Pero también el de muchos colegios y cooperadores organizados en torno de una parroquia.
La primera respuesta masiva llegó con el 8 de diciembre de 1954. Unas 200.000 personas se reúnen en la Catedral de Buenos Aires por la festividad de la Inmaculada Concepción de María. Perón contraataca con la supresión de los subsidios oficiales a las escuelas privadas; la autorización del ejercicio de la prostitución; la prohibición de reuniones en espacios abiertos sin permiso policial y la clausura el diario católico El Pueblo. A la vez, anuncia la preparación de una nueva reforma de la Constitución Nacional para separar el Estado de la Iglesia.
Megalómano, impune o mal asesorado por consejeros anticlericales. Esas son algunas de las opciones que brindó el historiador estadounidense Robert Potash para explicar el accionar de Perón. En su reciente libro La Caída, 1955, Pablo Gerchunoff analiza el enfrentamiento como una disputa por “la soberanía de la justicia social”. Doctrina de la Iglesia y, a la vez, “bandera” del peronismo.
El 11 de junio de 1955, durante la festividad católica de Corpus Christi, cientos de miles de personas se reúnen nuevamente frente a la Catedral de Buenos Aires. Luego, marchan al Congreso de la Nación en señal de protesta. El Gobierno federal los acusa falsamente de haber quemado una bandera. El 14, obligan a exiliarse a miembros de la jerarquía religiosa, detienen sacerdotes y meten presa a la conducción de la Acción Católica.
El 15 de junio, el Vaticano excomulgó a Perón. Al día siguiente acontece uno de los hechos más criminales de la historia argentina: el bombardeo de la Plaza de Mayo. Una escuadra aeronaval que debía rendir homenaje a Eva Perón atacó la Casa Rosada al mediodía: cientos de inocentes murieron por las bombas que cayeron en el mismo solar donde una década atrás, el 17 de octubre de 1945, cientos de miles de obreros se congregaban para reclamar la libertad del coronel que había pasado de ser vicepresidente de la Nación durante la presidencia de facto de Edelmiro Farrell a preso político en la isla Martín García. El objetivo, declararon los perpetradores de la masacre del 54, era matar a Perón. En cambio, ultimaron a ocasionales transeúntes que iban camino a su trabajo.
Por la noche, bandas armadas le prendieron fuego al edificio de la Curia porteña y a las iglesias de Santo Domingo y de San Francisco. También intentaron quemar los templos de San Ignacio, San Juan, San Miguel y San Nicolás.
Perón intenta cambiar de táctica y el 5 de julio anuncia su compromiso de emprender la pacificación nacional. Asegura que ya no será el líder de una revolución, sino el presidente de todos los argentinos. Una confesión reveladora: para esto último era para lo que habían elegido. Como se lo reprocharon después, estaba confesando que había excedido las facultades constitucionales que la república le concedía.
Poco tiempo, de todas maneras, duró el apaciguamiento. El propio Perón se desautorizó menos de dos meses después. El 31 de agosto pronunció el discurso más violento e irresponsable en la historia de los presidentes constitucionales argentinos, ante una concentración organizada por la CGT. “A la violencia hemos de responder con violencia mayor… aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas o en contra de la ley o de la Constitución, puede ser muerto por cualquier argentino…” No conforme con ello, agregó: “Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de ellos. Esto lo hemos de conseguir persuadiendo y si no, a palos”. De esa arenga surgió la cantata “cinco por uno / no va a quedar ninguno”. El ciclo de la violencia quedaba trágicamente inaugurado en el país.
El quiebre
El desmantelamiento democrático que sufre la Argentina durante la segunda presidencia de Perón es palmario. Pero de ninguna manera puede ser considerado un justificativo del golpe de estado que sobrevino después. En todo caso, cabe estudiar aún hoy por qué no hubo “resiliencia” de la institucionalidad argentina. Por qué la democracia no pudo ser sostenida y por qué la sociedad no pudo generar los contrapesos para contener los desbordes del populismo, hasta el punto de haber resignado la mismísima constitución liberal.
Aclarado ello, lo que vino después fue la trágica confirmación de que la solución contra la erosión de la democracia no era, de ninguna manera, el quiebre mismo de la democracia.
El 16 de septiembre de 1955 comenzaron los alzamientos militares en distintos centros, que generan cruentos enfrentamientos con resultados dispares. Los leales al Gobierno constitucional son mucho más numerosos que los golpistas. El problema es que le flaquean las convicciones. La de enfrentarse a sus camaradas, por un lado. La de tener en claro qué es lo que están defendiendo, por otro, a partir del quiebre de Perón nada menos que con la Iglesia.
El resultado ya se conoce. Perón fue derrocado y los golpistas inauguraron la mal llamada “Revolución Libertadora”, que en realidad debió denominarse “Revolución Fusiladora”. En junio de 1956 ordenaron una masiva detención de militantes peronistas, amparados en una ley marcial que dictaron horas después de producidos los hechos. La dictadura estaba detrás de los organizadores de una “contrarrevolución” que devolviera a Perón al poder. Sin embargo, entre los detenidos había trabajadores completamente ajenos a esa conspiración. Algunos, tan sólo, habían ido a la casa de un amigo a escuchar una pelea de boxeo por la radio.
Los apresaron. Los subieron en camiones. Y sin proceso previo, ni condena previa, ni ley anterior ni derecho a defensa, los condujeron a un descampado en la localidad de José León Suarez. Y los acribillaron. La obra periodística de Rodolfo Walsh reconstruyó ese hecho cuando (tal y como cuenta en los textos que dan forma a su libro Operación Masacre) le dijeron algo que desafiaba toda lógica del lenguaje: “hay un fusilado que vive”. Y él lo entrevistó.
Los que estaban a cargo del Estado habían comenzado a transitar el camino hacia el infierno: la decisión de que quienes debían velar por el cumplimiento de la ley podían optar por la violación de la ley. Y nada menos que en la esfera de los derechos humanos. Las primeras páginas de la historia de ese horror comenzaban a escribirse hace 70 años durante un mes como este.
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