ABUD JOSÉ BACHUR. Montando un burro frente a su estudio (1930).
Pasa Diego Aráoz, editor de Fotografía de LA GACETA, encuentra el libro sobre el escritorio y al hojearlo queda fascinado. “Esto es impresionante”, murmura. Lo que está viendo es la reproducción de una serie de retratos sobre cartulina, una de las innumerables imágenes que Darío Albornoz eligió para ilustrar “La memoria de la luz”. Producto de una extensa y minuciosa investigación, llegó el día de la presentación para este volumen que publica la editorial universitaria (Edunt). Se trata, queda claro, de un trabajo que va mucho más allá de un “libro de fotos” o “sobre fotos”.
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“Las fotografías no sólo representan lo que estuvo delante de la cámara, ya que activan relatos, emociones, identidades y conflictos. Son una forma de archivo sensible”, sostiene la antropóloga británica Elizabeth Edwards, una de las referentes mundiales en estudios sobre fotografía y memoria. En sus investigaciones, Edwards advierte que las imágenes no son objetos pasivos, ya que circulan, se resignifican, cambian de sentido según el contexto histórico y social en el que reaparecen. Desde este concepto puso manos a la obra Albornoz.
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El título completo es “La memoria de la luz, Fotografía y retrato en Tucumán”. A partir de la producción de tres estudios fotográficos pioneros de la ciudad (Paganelli, Valdez del Pino y Bachur), ya reunida esa materia prima que en la mayoría de los casos es más que centenaria, Albornoz desmenuza el arte de retratar a partir de diversos enfoques. En el texto que escribió a modo de introducción traza un arco que une aquellos daguerrotipos que se conocieron en la provincia a fines del siglo XIX con las fotos digitales que priman en estos tiempos. Allí hay un hilo conductor, como lo apunta el artista Sebastián Rosso en el prólogo.
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“No parece que los requisitos para un retrato hayan desaparecido -escribe Rosso-. Incluso cuando producir fotografías se ha convertido en parte de la vida de la gente común, una selfie (un autorretrato) no es sólo la forma más habitual de usar una cámara, sino que, antes de su publicación, se la prepara, se la edita, se la retoca”. De ese proceso habla Albornoz en el libro y con lujo de detalles. Para eso se instala en los antiguos estudios, mira a través de los lentes con la misma pasión que empleaban Paganelli, Valdez del Pino y Bachur, y a la par que explica técnicas, materiales y composiciones, él también va retratando a la sociedad de la época.
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En pueblos pequeños y ciudades intermedias -como era el Tucumán de las primeras décadas del siglo XX-, las fotos cumplían una función social decisiva. “Son muchas veces la única huella visual de procesos que no dejaron registros escritos: migraciones internas, trabajos no formalizados, fiestas populares, luchas vecinales”, señala María Marta Reca, archivista e investigadora de patrimonio fotográfico. Albornoz le aporta a esta enumeración de lo “fotografiable” el trabajo en el estudio de los pioneros. Y a veces en la calle, claro, porque sin la imagen capturada por Ángel Paganelli no hubiéramos conocido la fachada original de la Casa Histórica. El retrato de esa casona casi en ruinas, tomado mientras un enigmático personaje posa sentado en el cordón de la vereda, alcanza un valor documental incalculable.
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MANUEL VALDEZ DEL PINO. Retratado, también en su estudio (1930).
El libro propone un exquisito periplo fotográfico. El material reunido con mucho esfuerzo por Albornoz es excepcional y da cuenta de la fineza del trabajo de aquellos retratistas. Asoma el Tucumán de la época: en el vestuario, en los peinados, en los accesorios, en las poses. Una galería de miradas melancólicas, bigotes artesanalmente recortados, niños disfrazados y parejas que apenas se rozan cuando la cámara se posa sobre ellas, como si un manual del recato los obligara a guardar la compostura, seguramente “para no arruinar la foto”. El soporte de esta investigación/ensayo es un libro de alta calidad, en el que se destaca el diseño de Daniel Ferullo. Se trata del tercer volumen de la colección Acervos, sucesor en Edunt de “Mujeres, ciencia y universidad en Tucumán” (compilado por Marcela Vignoli) y “Tucumano soy” (de Juan Falú).
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“Las comunidades se narran a sí mismas a través de imágenes -advierte Reca-. Por eso, cuando se pierde un archivo fotográfico, no sólo se pierde un conjunto de fotos; se pierde una parte de la voz del pasado”. Es una convicción que atraviesa la vida profesional de Albornoz: artista visual, técnico principal del Conicet y fotógrafo científico de la UNT. En 2014 fue el responsable de la creación del Laboratorio de Investigación, Conservación y Procesamiento Digital de Fondos Documentales del CCT NOA Sur, con sede en el Instituto Superior de Estudios Sociales. En 2004 recibió la beca de la Fundación Simon Guggenheim; además ejerció la docencia en universidades públicas y privadas de Argentina, México y Perú.
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ÁNGEL PAGANELLI. Retratado a los 88 años (1926).
Las fotos antiguas no son piezas de museo congeladas. Se trata de archivos vivos que siguen actuando en el presente. Cada vez que una imagen reaparece -por ejemplo, en un libro como “La memoria de la luz”- vuelve a producir sentido. Se reactiva, se discute, se resignifica. Como sostiene Reca, una comunidad que recupera sus fotos se vuelve más consciente de su propia historia. “Y una comunidad que conoce su historia es una comunidad que puede pensarse con más herramientas hacia el futuro”, añade. Tal vez algunos de estos tema surjan durante la presentación del libro, hoy a las 19.30 en la Casa Museo de la Ciudad (Salta 532). Junto a Albornoz estarán los fotógrafos Gabriel Varsanyi y Julio Pantoja, y seguramente mucho público, ávido por preguntar y por conocer.
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A modo de cierre, la reflexión del propio Albornoz: “recuperar las trayectorias de quienes produjeron fotografías en Tucumán a partir de la década de 1860 y realizar un análisis -de los tantos posibles- como el que propongo en este libro para exponer, socializar y publicar esas fotografías -en algunos casos se trata de fotos que sólo circularon en el ámbito íntimo, familiar- también es un ejercicio de memoria. Un reconocimiento a esos saberes y sensibilidades que quedaron plasmados en imágenes que aún hoy nos interpelan. Porque, aunque parecen estar condenadas al olvido, las mismas fotografías se resisten a ese destino”.























