Por Martín Soto
28 Abril 2012
Me decidí. Luego de largas semanas de jugar a ser McGyver con mi notebook (y de perder por goleada), me resigné y asimilé que aquel pantallazo azul había dañado más que mi orgullo. No quedaba otra: revivirla me costaría un nuevo disco rígido. Desafiando la lluvia me armé de valor y salí. El destino era uno solo: la casa de computación que está a un par de cuadras, doblando la esquina. Esquivé algunos charcos, "detoné" algunas baldosas, hasta que finalmente llegué. Mientras aguardaba mi turno trataba de hacer contacto visual con el anhelado objeto. "¡Seis!", fue el grito que interrumpió mi búsqueda. Era mi turno. Hice el pedido, el vendedor fue hasta el depósito y regresó. Pero algo no andaba bien. Sus dedos sólo traían una planilla. "Mirá, el que tengo está casi a $900", dijo. Esa breve oración bastó para que mi bolsillo comenzara a sufrir un infarto. Mientras la palabra "inflación" y el apellido "Moreno" retumbaban en mi cabeza, burlándose de mi presupuesto, alcancé a preguntar: "¿No costaba unos $300?". Tal vez porque mi cara conjugaba bronca y estupor, me explicó -tranquila y pausadamente- que los precios de los discos rígidos se dispararon luego de una inundación en Tailandia, ocurrida en octubre del año pasado, que afectó al principal fabricante del mundo. Refunfuñando y abatido, di media vuelta y abandoné el local. No pude cumplir el objetivo. Esa anegación, a más de 16.000 kilómetros de distancia, había quemado mis papeles. Ahí comprendí que, a veces, lo que parece que está al otro lado del mundo no queda tan lejos. Para mí, al menos desde ese día, Tailandia está a la vuelta de la esquina.
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