Por Nora Jabif
26 Abril 2013
Una mañana cualquiera, ella se levanta con ganas de suspender por un rato el disfraz de adulta, y de inventarse una travesura. Mira el calendario, y se encuentra con que está casi concluyendo la Semana del Libro. El 23 de abril, la efeméride recuerda a Shakespeare y a Cervantes juntos, nada más y nada menos. Se dirige a la biblioteca y empieza a elegir un libro para la ocasión, con el mismo tesón con el que una mujer coqueta bucea en el vestidor para una cita especial. ¿Poesía? ¿Novela? Saca de un anaquel "Cercano Oeste", un policial del argentino Mariano Hamilton que ella se leyó de un tirón en una tarde, hace un tiempo. Mete la novelita en la cartera y rumbea hacia la plaza San Martín. Merodea por los bancos y por las mesitas materas y de ajedrez. Mira hacia los costados. Nadie la observa: deposita el libro sobre una de las mesitas y se aleja. Se acuerda de aquellas películas de infancia en las que alguien tiraba una cáscara de banana, para ver quién se caía. Y piensa, también, en la cámara oculta. Pero se dice a sí misma que no importa saber quién cae en la trampa. Que lo que importa es que alguien se "robe" el libro. La inquieta la mera idea de que nadie, pero nadie, se interese por llevarse un libro. Que si fuera un celular, se dice, no duraría ni un segundo. Regresa a la plaza una hora después, cerca del mediodía, cuando el paseo ya está lleno de adolescentes y estudiantes. Se dirige a la mesita. El libro ya no está. El corazón se le estruja de alegría. Siente que hay robos que valen la pena. Y espera que la elección haya sido la adecuada: que entre ese "lector/ladrón" y el libro se haya dado un encuentro que ojalá dure para siempre.
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Plaza San Martín
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